Frágiles y feroces criaturas
El título con el que se estrena en nuestro país y la fama ganada tras su paso por distintos festivales destinados al cine fantástico, llevan a suponer que Criatura de la noche (o Déjame entrar, como se conoció en otros países) es un film de terror con seres monstruosos. Sin embargo, dentro de esta historia sobre la relación de afecto y contención que se prodigan Oskar (un pre-adolescente frágil e introvertido) y Eli (una especie de chica-vampiro), late el problema de la incomprensión que sufren quienes rondan los doce años.
La importancia dada por el film a los sentimientos de ambos se evidencia, por ejemplo, en los reiterados primeros planos sobre sus rostros, en tanto padres y profesores aparecen brevemente y de soslayo. Oskar logra atenuar su debilidad a partir de la amistad con Eli, quien, a su vez, encuentra en él un amable confidente para la angustia que le provoca su condición de marginal perseguida. Protegiéndose de los demás y defendiéndose uno al otro, ambos adquieren una inesperada ferocidad.
El director Tomas Alfredson (1965, Estocolmo, Suecia) no sólo demuestra aptitudes para fundir climas fantasmales con melancolía adolescente, sino que lo hace, además, con un estilo sutil y depurado. Así como el protagonista es presentado con escasos diálogos y tomas laterales -como si la cámara fuera acercándosele discretamente-, con la misma parsimonia progresa ante el espectador su relación con Eli, desde el momento en que empieza a sospechar que hay algo extraño en ella (“Hueles raro”, le dice) hasta llegar a una relación de mayor confianza. Las mismas características bestiales de Eli van presentándose pausadamente, descubriendo las reacciones que despierta en un gato o viéndola reptar como ningún ser humano podría hacerlo.
Toda la película está compuesta por lentos travellings, planos donde cobran nitidez elementos fuera de foco y momentos fuertes cuidadosamente eludidos (como la notable secuencia final en una piscina). La hipnótica languidez de Criatura de la noche (producto de su elegancia formal, con sus bosques helados y asépticos interiores, a lo que se suma el acompañamiento de una música adusta) es esporádicamente interferida por golpes de auténtico suspenso, como las gotas de sangre que se precipitan sobre la blanca nieve.