En el estado del malestar
El sueco Tomas Alfredson reinventa y a la vez se mantiene fiel a la raíz del mito vampírico en una de las grandes películas del año.
Las criaturas de ficción, especialmente las fantásticas –que son las más bellas–, tienen siempre un atractivo doble: aquello extraordinario o imposible y aquello que es metáfora de lo humano. Pongamos por caso los vampiros: por un lado, nos atrae su sensualidad, sus poderes sobrehumanos y su inmortalidad. Pero también, y de allí el lazo que establecen con nosotros, eso de adueñarse de la vida de otros para seguir viviendo. Negar cualquiera de estas dos caras de la moneda imaginaria –como hace la paupérrima saga Crepúsculo– es negar el mito. Es válido reinstalarlo en otros contextos y espacios; es válido combinar otras posibilidades. Es válido incluso cambiarle el tono a un film “de vampiros”, sacarlos de lo terrorífico a lo épico/trágico (Drácula, de Francis Ford Coppola), a la acción lisa y llana (Vampiros, de John Carpenter) o a la comedia (La danza de los vampiros, de Roman Polanski), siempre y cuando no se niegue su naturaleza. Criatura de la noche llega a ser una de las películas del año justamente por jugar a la combinatoria, cambiarle el ambiente al asunto y seguir fiel a la raíz del mito.
Aquí hay dos personajes: un chico de doce años abusado por otros muchachos; una adolescente aparentemente utilizada por un viejo lumpen. La chica es un vampiro y su compañero, un viejo profesor acusado de pedofilia que la provee de sangre y que está enamorado de ella –o al menos– la desea. Entre estos personajes se va tejiendo una trama que combina una descripción social precisa con lo fantástico. En realidad, hace lo que da fuerza a toda obra fantástica: jugar a que ocurre en un universo reconocible y cotidiano para que el miedo se haga carne en el espectador. Lo logra con creces partiendo de asumir la adolescencia o el final de la infancia como una zona de la vida donde la crueldad se sufre y se ejerce, donde los sentimientos de amor, amistad y odio tienen una pureza y una fuerza inusitadas. El paisaje melancólico y plomizo de Suecia juega como contrapunto e ilustración del paisaje interior de estos personajes desesperados, viviendo en una pecera enorme que funciona como extensión teratológica del estado de bienestar.
El espectador puede preguntarse cómo en ese país, siempre erigido como un ejemplo de organización y eficiencia pública, unos chicos pueden abusar cruelmente de otro, un hombre viejo puede enamorarse de una niña, un chico puede sentir todo el agobio de la vida cuando la adolescencia recién despunta.
Como mucho del cine sueco reciente (ver por ejemplo Descubriendo el amor, de Lukas Moodysson), aparecen las pasiones escondidas o reprimidas, el aburrimiento y lo extraordinario como único vehículo para escapar ya no del horror –el horror de este mundo es que carece de horror– sino del aburrimiento. En la secuencia final, uno de los mejores inventos del cine en años, donde todo se resuelve en una pileta de natación en plena noche, el realizador Tomas Alfredson parece tomar conciencia de todos los símbolos que se cruzan en el film y transformarlos en purísima acción cinematográfica, en espanto, en sentimientos estallando sanguínea y sangrientamente, en belleza. Allí se condensa la verdadera historia de vampiros: aquella donde la vida se toma por la violencia o se cede por amor. Ambas cosas suceden y, en un epílogo de enorme sutileza (una característica que la película mantiene de la primera a la última escena), revierte de golpe el edulcorado celibato de mamotretos como el mencionado Crepúsculo: amar para siempre y vivir para siempre son goce y dolor al mismo tiempo. Lo mismo que ser un adolescente eterno.