Nieve y piel
Let the right one in cuenta una historia, ni más ni menos impresionante que otras historias, hasta modesta a fuerza de no tener casi golpes de efecto, pero lo que la convierte para mí en la mejor película del año es desde dónde la cuenta. La gran decisión del director (no me interesa para nada lo que hizo con la novela) es haber hecho una película palpable, de texturas simples y colores nítidos. Lo primero que vemos es nieve cayendo contra la noche, ya en los títulos, y el fondo puede ser tanto la oscuridad de un suburbio de Suecia como la misma pantalla negra. Es casi como si esa irrupción material precediera a la historia. Poco después hay planos cerrados sobre las manos de gente que hace distintas cosas: las manos de la mamá de Oskar que trabajan en la cocina, las del papá de Eli que preparan un embudo, un bidón, los meten en una caja extraña, como si se tratara de un trabajo doméstico (y poco después vamos a saber que son los elementos necesarios para juntar la sangre con la que va a alimentar a Eli). De hecho, la primera vez que vemos sangre (el “padre” de Eli sale al bosque a buscar una víctima, la cuelga de un árbol cabeza para abajo y empieza a desangrarla) es a través del plástico de un bidón. Ya se intuye, en ese vampirismo de sangre en bidones de plástico y de ventanas tapiadas con cartones, que estamos lejos de la elegancia romántica y sublimatoria del Drácula de Coppola –por nombrar como ejemplo otra película que a su manera también es violenta-, inmersos en esa condición de Eli que la película no recubre de discurso ni metaforiza ni remite a ningún imaginario.
El vampirismo en Let the right one in es ante todo una cuestión de supervivencia física, y eso está dicho con imágenes como las que traté de describir o a través del sonido, como cuando a Eli, después de hablar con Oskar por primera vez, le hace ruido la panza. Los casi ladridos de ella cuando ataca a sus víctimas, el moco que le sale a Oskar todo el tiempo de la nariz, el pelo sucio y engrasado de Eli, son las cosas más relevantes en esa experiencia material que es Let the right one in. Si ellos son niños y son conmovedores, a pesar de estar cargados de violencia, es por esos mocos de Oskar, por su piel blanquísima cubierta de un mínimo vello también blanco que la cámara nos pone todo el tiempo a diez centímetros, por la mugre que pone rayas negras debajo de las uñas de Eli.
Es imposible no estar con Eli y Oskar (en sentido moral y en el sentido de asistir a una experiencia) en su necesidad de ejercer la violencia, por más que en algún punto del cerebro sepamos que está muriendo gente inocente alrededor y que Eli podría elegir, como Ginia (que encuentra rápidamente la manera de suicidarse como autosacrificio) no seguir existiendo. La sola idea nos produce dolor porque la cámara de Alfredson nos hace quererlos físicamente, de la misma manera que se quieren entre ellos, casi sin palabras, cuando nos pone todo el tiempo tan cerca de sus cuerpos frágiles o nos hace pegarnos con fascinación a los ojos de Eli. El resto del mundo, ése que está fuera del foco cerrado sobre ellos, es banal: está compuesto de adultos vulgares que sirven como víctimas, de padres que nada saben del mundo de los chicos, un mundo donde la violencia existe y no puede eludirse.
La mano de Oskar que mueve los dedos tensionados en un primer plano, después de haber empuñado un cuchillo para defender la vida de Eli, puede ser la mano de un futuro asesino pero no dejará de ser la mano de un chico de cara angelical que frunce los labios como un bebé y que colecciona autitos. Eli tiene la boca sucia de sangre la mitad del tiempo, aparte de que vemos cómo manipula y mortifica al hombre que vive con ella para que le consiga sangre, tiránica, pero también es una chica-chico que dibuja un corazón en el reverso de una cajita y que usa un alfiler de gancho enorme para cerrarse el pullover. Es esa complejidad lo que parece no existir para el resto del mundo (adulto), lo que parece que no pueden concebir.
Por eso, en medio del esfuerzo y del peligro, del chasquido de los golpes que le dan a Oskar y de esos ataques en los que Eli salta sobre el cuello de alguien, chupa como una bestia y después llora, la nieve que cae sobre la pantalla es un alivio y representa lo mejor de ellos, aunque también se vea en un momento cómo alguien escarba en esa nieve, encuentra barro abajo y sobre el barro, sangre pegoteada y fría.
No hay pureza en este mundo material y violento; hay momentos de alivio, con una música cuyas pocas notas dispersas son el equivalente sonoro de esa nieve que cae sobre nosotros hasta el final (“Then we are together”, se llama la canción), cuando ya todo se puso negro. Cerrar el punto de vista de esa forma deja cosas afuera y es salvaje –si no vean 2012-, pero en Let the right one in es la manera de hacernos vivir eso mismo que Eli le pide a Oskar y que él debe, al revés que nosotros, cerrar los ojos para imaginar: “Sentí lo que yo siento”.