Con el auge de las ferias y los circuitos de galerías, el imaginario puede asociar al mundillo del arte actual con glamorosos vernissages, celebridades con copas de vino caro en mano y precios exorbitantes. Apenas la punta de un iceberg formado por artistas anónimos que, puertas adentro, crean sin mayores expectativas de que alguna vez sus pinturas vean la luz.
Uno de ellos es Marcos, empleado de una estación de servicio en un paraje desolado de Córdoba, que alguna vez fue un militante en la clandestinidad y ahora, entrando en la tercera edad, es un pintor clandestino. Su soledad se verá acompañada por la de Luis, un chico de la calle que irrumpe en su casa con intenciones de robar.
Paula Markovitch narra este vínculo casi prescindiendo de los diálogos, con una inquieta cámara en mano centrada en las acciones de los personajes. Un tono seco, de observación, emparentado al cine social de los hermanos Dardenne, registra a estos dos marginales que encuentran en el arte un puente de comunicación, una ventana que ilumine la oscuridad de sus días.