Un hombre grande, de entre 50 y 60 años, vive una vida de laburante pobre en un entorno tan pobre como él mismo. Durante los primeros minutos del metraje lo vemos realizando acciones cotidianas. Estas son retratadas con tamaños de plano que van de los medios cortos a los generales casi sin transición y luego con la cámara siguiéndolo al mejor estilo Dardenne. Si la imagen fuera fílmica (en 16mm) y blanco y negro estaríamos frente a la típica película del nuevo (nuevo) cine argentino. También por la temática, pues esa generación que comenzó a filmar en el ocaso de la aventura neoliberal de final de siglo retrató más a la clase media empobrecida que a la clase baja –salvo gloriosas excepciones como Pizza, birra y faso o Bolivia. Pero hablamos de un laburante pobre y de clase media empobrecida y no es un error pues a pesar de lo dicho hay un detalle en la historia de ese hombre que nos desacomoda, que nos hace pensar que hay más que lo que vemos en la superficie: el protagonista es pintor. Si bien el arte puede ser desarrollado por personas de cualquier clase social sabemos que es por demás extraña esta actividad en la clase proletaria, más aún cuando luego nos enteremos de los conocimientos teóricos del pintor.
Luego de la presentación del protagonista, con la aparición de un niño (que terminará siendo el verdadero protagonista o más bien tomará la posta de este) sobrevendrá el conflicto dramático, que no termina de desarrollarse o, más bien, lo hace de una manera muy solapada y poco clara. Lo que comienza como relato de aprendizaje (del arte por parte del niño y de la paternidad por parte del pintor) quedará truncado por la incapacidad de uno de enseñar, de compartir verdaderamente y del otro por las circunstancias de marginalidad que le toca vivir en una Córdoba casi post-apocalíptica. Forzando un poco la mirada podríamos decir que el apocalípsis fue la última dictadura que instauró el neoliberalismo en el país. La referencia no es gratuita pues el background story del protagonista, que descubrimos en un diálogo, nos dice que su situación actual de marginalidad se debe a la clandestinidad que vivió durante el gobierno dictatorial; como si de la marginalidad política y social hubiera pasado a la económica, lo que puede ser una metáfora del devenir de la sociedad entera.
Sin embargo, en ese proceso de aprendizaje no se juegan la ética y la moral y no se termina de entender cómo afecta ese pasado al protagonista para imposibilitarlo de enseñar ni si sus sueños truncados de los años 70 tienen relación con ese presente. Quizás la directora no quiso exponerlos de manera explícita sino que con esas pistas dejó que las relaciones se generen en nuestra cabeza. Pero, de ser así, sin ese trasfondo, la película no es más que una anécdota de gente que vive en la pobreza, sin ninguna profundidad ni textura. Cuadros en la oscuridad puede ser dos películas distintas de acuerdo al grado de comprensión que uno posea: por un lado, una metáfora, un alegato contra nuestro pasado; por otro, un relato (más) de pobreza e incomprensión. Las buenas películas deberían funcionar en cualquiera de las dos formas: de manera simple como un buen relato o, de manera compleja, como una gran obra; que no es el caso del filme en cuestión.
Por Martín Miguel Pereira