El pibe chorro y el pintor del insilio
Bastan tres detalles para ubicarse en el contexto de este segundo opus de Paula Markovitch , un film que apela a la idea del vínculo padre hijo desde lo simbólico claro está y que además transita por un minimalismo sostenido, idea que se traslada incluso a la escasez de diálogos entre Marcos (Alvin Astorga) y Luis (Maico Pradal): un pequeño televisor blanco y negro con un partido de fútbol relatado por Marcelo Araujo y Macaya Márquez, la falta de celulares, computadoras y ese tipo de objetos y el precio de las verduras en pesos.
Desde ese escenario entonces, alejado de la realidad del día a día, la acción se traslada a un barrio marginal tucumano. Marcos vive solo, rodeado de cuadros y de soledad, mientras que Luis vive con sus pares en la calle, aspira pegamento, juegan en la basura y a las manos. La palabra ausencia parece tallada en esa piel y la del marginal también, pero Marcos se ve invadido una noche y desde allí el vínculo tóxico entre ambos busca colores en plena oscuridad.
No es un detalle menor que la directora haya querido homenajear la obra clandestina de su padre, pintor comunista que debió escapar de la dictadura y acercarse a los márgenes de la carencia, pintar en secreto y generar la menor cuota de socialidad posible.
Eso lleva a la película a cobrar un sentido de otro propósito y entonces la palabra padre e hijo en realidad podría ser padre e hija. Minimalismo que no ayuda en ese caso aunque el relato no escapa a la realidad del contexto en el que se desarrolla. Queda un tanto opacado el sentido de los cuadros, también de querer transformar a Luis con algún conocimiento distinto al de la calle, colores que buscan un lienzo invisible. Lo visible es lo fútil, el hambre, la decadencia, la pobreza y la marginalidad. También ese pasado que vuelve a buscar lo que queda y si nada queda habrá otros que pinten un nuevo cuadro.
Buenas intenciones y otra manera de homenaje en una ficción para no recaer en la catarsis documental.