Esclavo del amor Para comprender los diversos problemas de Cyrano (2021), dirigida por el siempre errático Joe Wright, hay que tener presente el recorrido histórico que nos llevó hasta este punto: Hercule-Savinien de Cyrano de Bergerac (1619-1655) fue un poeta, libertino, dramaturgo, duelista fanático, novelista, filósofo, gran precursor de la ciencia ficción, satirista, militar, epistológrafo y veterano de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) que inspiró una famosísima obra de teatro -escrita en versos a lo melodrama lírico muy ficcionalizado- de Edmond Eugène Alexis Rostand, Cyrano de Bergerac (1897), la cual con el tiempo fue adaptada en numerosas oportunidades a la gran pantalla, como por ejemplo Cartas a mi Amada (Love Letters, 1945), de William Dieterle, Cyrano de Bergerac (1950), de Michael Gordon, Sueños Eléctricos (Electric Dreams, 1984), de Steve Barron, Roxanne (1987), de Fred Schepisi, y Cyrano de Bergerac (1990), el prodigioso film de Jean-Paul Rappeneau con Gérard Depardieu como el protagonista, sin lugar a dudas el mejor de todos. El opus de Wright se basa en Cyrano (2018), musical teatral de Erica Schmidt, en esta ocasión también firmando el guión, que retomó aquel trabajo de Rostand respetando a rajatabla la historia y sustituyendo la archiconocida nariz puntiaguda del poeta por un simple caso de enanismo. Cyrano no sólo no ofrece nada nuevo que no haya sido visto en la epopeya de Rappeneau con Depardieu, para colmo construida alrededor de un guión escrito por el director y el genial Jean-Claude Carrière, sino que no consigue despegarse de la prototípica medianía cualitativa del deprimente mainstream contemporáneo, tanto a escala formal y temática como musical en sí, ahora con la “puntada en el costado” adicional de que film y obra de teatro cuentan con la intervención decisiva de los integrantes principales de The National, el letrista y cantante Matt Berninger y los hermanos gemelos guitarristas, tecladistas y compositores Bryce y Aaron Dessner, hablamos de una banda del rock indie yanqui que supo ser relevante en los años de Boxer (2007) y High Violet (2010), que viene decayendo desde entonces tracción a repetirse sin cesar y que aglutina influencias varias de gente como Leonard Cohen, Wire, Nick Cave and the Bad Seeds, Morphine y Wilco, entre otros. La trama vuelve a indagar en la elocuencia romántica epistolar de Cyrano (Peter Dinklage) y su esclavitud amorosa para con Roxanne (Haley Bennett), quien a su vez es codiciada por el Duque de Guiche (Ben Mendelsohn), un aristócrata bien caprichoso, y está enamorada de Christian Neuvillette (Kelvin Harrison Jr.), hoy un muchacho que asimismo la adora/ desea. La fastuosidad habitual de Wright está bastante contenida aunque el realizador británico continúa con sus inconvenientes de siempre en materia de nunca haber conseguido superar la estela de sus dos primeras propuestas, Orgullo & Prejuicio (Pride & Prejudice, 2005) y Expiación, Deseo y Pecado (Atonement, 2007), obras interesantes que marcaron a fuego todo lo que hizo después dentro de un rango que va desde lo olvidable, símil El Solista (The Soloist, 2009) y Anna Karenina (2012), pasa por lo desastroso, en sintonía con Peter Pan (Pan, 2015) y La Mujer en la Ventana (The Woman in the Window, 2021), y llega hasta lo más o menos digno, pensemos en Hanna (2011) y Las Horas más Oscuras (Darkest Hour, 2017). En esta oportunidad se nota mucho la química existente entre Dinklage y Bennett, dos actores extraordinarios que vienen de interpretar a Cyrano y Roxanne en la versión para las tablas escrita y dirigida por Schmidt, el primero muy afamado por Tres Anuncios por un Crimen (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, 2017), de Martin McDonagh, y su Lord Tyrion Lannister de Game of Thrones (2011–2019) y la segunda creciendo a pasos agigantados de la mano de películas exquisitas como Swallow (2019), de Carlo Mirabella-Davis, y El Diablo a Todas Horas (The Devil All the Time, 2020), de Antonio Campos. Sinceramente no molesta la jugada posmoderna boba de convertir al adalid de la elegancia verbal en un liliputiense aunque sí hace ruido la movida antojadiza e igual de estúpida de transformar a Neuvillette en el afroamericano Harrison, algo innecesario que para colmo le juega muy en contra al personaje porque lo extranjeriza incluso más dentro del triángulo amoroso -o cuarteto, si incluimos en el revoltijo del corazón al Duque de Guiche- que nos ofrece el relato, uno que como decíamos antes sigue al pie de la letra la partición entre belleza física o superficial (Christian) y su equivalente erudita o profunda (Cyrano), amén de reflexionar alrededor de las estratagemas del poder, el orgullo, la impulsividad, la ciclotimia y la distancia idiosincrásica entre los sujetos sociales. Todas las canciones son sumamente anodinas, el diseño de producción de Sarah Greenwood resulta llamativo sin caer en lo kitsch, aquel sustrato político anarquista y antimonárquico aquí prácticamente desapareció como corresponde a toda versión destinada al mercado pueril anglosajón, se gradece la participación de Mendelsohn como un villano moderado y en general la dupla protagónica mantiene a flote a una película que sin ser un bodrio tampoco es atractiva o puede justificar su existencia por fuera de la serie de obras superiores que la precedieron…
El director británico Joe Wright parece tener un gusto particular por los dramas históricos, especialmente por aquellos basados en relatos preexistentes, como puede ser el caso de «Pride & Prejudice» (2005), «Atonement» (2007) y «Anna Karenina» (2012), inspiradas en novelas, y «Cyrano» que está basada en un musical teatral de 2018, que a su vez está basado en la obra «Cyrano de Bergerac» de 1897. Al mismo tiempo, se supone que la obra original estaba levemente inspirada en una persona real que llevaba dicho nombre y que tenía «algunos» puntos en común con el poeta y dramaturgo francés del título. La obra de 1897, escrita por Edmond Rostand, fue llevada a la pantalla grande en varias ocasiones, incluyendo una versión francesa de 1990 donde el protagónico recayó sobre Gérard Depardieu, quien obtuvo una nominación al Oscar por su trabajo. Wright, que viene de dirigir la fallida «The Woman in the Window» (2021) de Netflix, parece volver al terreno que mejor le sienta y nos ofrece un melodrama histórico bastante convencional en sus formas pero que atrae por el talento de sus intérpretes, especialmente Peter Dinklage («Game of Thrones») como el personaje del título y la joven talentosa Haley Bennett («Swallow»). El largometraje, como bien decíamos, se centra en la figura de Cyrano de Bergerac, quien en esta oportunidad decidieron cambiar el detalle de la nariz prominente (razón por la cual el personaje tenía dudas por su aspecto frente a Roxanne) por el de ser una persona de baja estatura. Cyrano (Dinklage) es un poeta bastante hábil que además de dedicar su tiempo a escribir cartas románticas en las que declara su amor a Roxanne (Bennett) sin atreverse a dárselas, también representa un competente duelista que comanda una legión militar. El problema está en que no es el único pretendiente de su joven amada, sino que está el nefasto Duque de Guiche (Ben Mendelsohn), y Christian Neuvillette (Kelvin Harrison Jr.), un joven muchacho perteneciente a su legión, a quien la misma Roxanne parece amar. Christian, que también desea a la muchacha, es un joven valiente pero que carece de las habilidades lingüísticas para comunicarse con la muchacha por lo que Cyrano ofrece su ayuda para escribirle cartas haciéndose pasar por él. Esta especie de triángulo amoroso se verá amenazado por la guerra y los celos del duque quien parece estar determinado a no aceptar una negativa por parte de Roxanne. Si bien el film no presenta nada novedoso como decía previamente, se beneficia de una gran química entre los fenomenales Bennett y Dinklage, quien ya habían trabajando juntos previamente en la versión teatral del musical. Se nota que ambos tuvieron tiempo de profundizar en sus personajes y eso le juega a favor al relato. Lo mismo respecto a la decisión de grabar las voces de los actores en vivo en set, algo que había planteado Tom Hooper en su versión de «Les Miserables» (2012), dándole un tono más «realista» y menos «exagerado» (dentro de lo que es posible en un género en que las personas comienzan a cantar espontáneamente). Por otra parte, las canciones sin ser memorables como las de todo gran musical, son funcionales a lo que nos cuenta el relato y están distribuidas hábilmente a lo largo de las dos horas de película sin sofocar al espectador, en especial a aquellos que no son muy aficionados a los musicales. «Cyrano» es un musical disfrutable en el que se lucen sus intérpretes, así como todo lo relacionado al diseño de producción, maquillaje y vestuario (no es de extrañar que el film esté nominado a Mejor Vestuario en la próxima entrega de los Oscars). Una historia que vimos en varias oportunidades pero que Wright se empeña (y logra en varios aspectos) en mantener atractiva por medio de su dirección y visión.
“Cyrano de Bergerac” es un drama heroico, en cinco actos y escrito en verso, por el poeta y dramaturgo francés Edmond Rostand. Su estreno data del año 1897, trayéndonos la historia de este soldado y poeta, en extremo pintoresco y sentimental, cuyo mayor defecto es poseer una prominente nariz, aspecto que lo ridiculiza ante la mirada siempre implacable de la sociedad. Dicha puesta ha sido llevada a la gran pantalla en numerosas ocasiones, de las cuales se recuerda el ejercicio mudo de 1900 protagonizada por Benoît-Constant Coquelin (el mismo actor que estrenara el papel sobre las tablas), la versión oscarizada en la piel de José Ferrer (en 1950), una olvidable recreación de Fed Schepisi (en 1987) y la más reciente pieza de culto protagonizada por Gérard Depardieu en 1990. Detrás de cámaras se encuentra Joe Wright, un especialista en films de época, tal como lo prueban sus films “Orgullo y prejuicio” (2005), “Expiación” (2007) y “Anna Karenina” (2012). Quien cambiara ostensiblemente su registro con “Darkest Hour” (2017), regresa aquí a uno de sus primeras fascinaciones artísticas: el teatro. Hijo de los fundadores del teatro de marionetas “Little Angel Theatre”, Wright demostró especial interés en su adolescencia tanto por las tablas como por la pintura, sendos factores aquí presentes, en una aproximación biográfica-musical protagonizada por Peter Dinklage, Halley Bennett y Kelvin Harrison Jr. Conjugando la adaptación histórica con la vertiente coreográfica, el realizador pretende probarnos lo satisfactoriamente que ha envejecido la historia y que relevante puede resultar en el presente. Estéticamente, una de las principales influencias del film se encuentra conformada por las pinturas románticas de Jean Antoine Wattau. La evidente luminosidad pareciera rescatar ciertos trazos congelados del maestro del barroco tardío francés, también vinculado al primer rococó: galante, encantador, idílico y bucólico. Es aquel aire de teatralidad el que inspirara a la comedia italiana y al ballet, inmejorables vehículos estéticos para la presente puesta. Resulta llamativo el abordaje que hace el autor del género musical, quizás en su acepción menos pura. Las escenas de canto rodadas con toma en vivo captan la emoción y las imperfecciones en la voz, persiguiendo determinado tono dramático que se ajusta a las intenciones de un Wright absolutamente despojado de un enfoque tradicional. El británico traslada a la gran pantalla su propia visión desde la puesta teatral que el mismo dirigiera, y en sus capas más profundas, la pertenencia de Cyrano nos lleva a reflexionar acerca de la importancia de hablar sobre la verdad que define nuestra condición individual y en la búsqueda de mostrarse de un modo auténtico ante un semejante, cuando puede dominarnos el miedo al rechazo de aquella sociedad que mide su aceptación bajo determinados parámetros. Un héroe literario avergonzado por su apariencia, atravesado por las contingencias de un amor esquivo (un objeto de deseo enfrenta a dos hombres) prefigura cierto arquetipo a través del cual percibimos la extrañeza y comprendemos la voluntad de aquel que confronta sus propias debilidades.
"Cyrano", en Flow: medida por medida Darle protagonismo al notable Dinklage resulta el mayor acierto de la versión dirigida por el británico Joe Wright, especialista en dramas de época como "Orgullo y prejuicio" y "Anna Karenina". La versión más reciente de Cyrano de Bergerac practica dos innovaciones en relación con la obra clásica de Edmond Rostand. Una no es propia sino producto del material en que se basa, un musical puesto en escena cuatro años atrás por Erica Schmidt, que ahora tiene a cargo el guion de la película. El traspaso podría justificarse, pero salvo un emotivo número de trincheras hay un problema: los números musicales son inanes. La segunda novedad es que por primera vez el defecto físico del protagonista no consiste en su desmesurada prominencia nasal sino en su altura, desmesuradamente también, pequeña. Esta elección no sólo es lógica, sino que darle protagonismo al notable Peter Dinklage resulta el mayor acierto de la versión dirigida por ese especialista en cine de época que es el británico Joe Wright (Orgullo y prejuicio, Expiación, orgullo y deseo, Anna Karenina). En la segunda escena, la romántica Roxanne (Haley Bennett), que aunque aceptó la invitación al teatro del poderoso duque de Guiche (Ben Mendelsohn), no está dispuesta a darse a ningún hombre al que no ame, se lanza sin aviso sobre una canción que reconvierte todo lo que la rodea en una loca coreografía. Aunque en primera instancia parezca una decisión disruptiva, que los personajes canten o bailen no cambia demasiado las cosas. Lo que importa es qué cantan y qué bailan. Salvo un enamorado que flota hasta desaparecer por el borde superior del cuadro, y la utilización de un choque de espadas para marcar el pulso de una canción, las coreografías, de las que en ningún caso participan los protagonistas, son tan poco imaginativas como las canciones en sí. De hecho, al cantarle a la ilusión amorosa, Roxanne parece, en esa escena, una princesa de Disney. Y no es la idea. La idea es que el diminuto Cyrano está enamorado de ella, de toda la vida. Pero hay un tercero en discordia, Christian (Kelvin Harrison Jr.), capitán al servicio del duque de Guiche, que flechó a Roxanne a primera vista. Tercera innovación, Christian es tan negro como el moro de Venecia. Seguramente para compensar su “falla”, Cyrano fanfarronea con su verba, elocuente y caudalosa. Es en este punto por donde se accede al verdadero tema de la obra de Rostand: la disociación entre la guapeza del capitán y el romanticismo de Cyrano, quien a su vez y como autocastigo (sólo el masoquismo puede explicarlo) se presta para que Christian practique una primitiva forma de playback con su voz. La voz de Dinklage es tan gruesa como la de un galán romántico, lo cual refuerza la sensualidad auditiva de Roxanne. Como la historia está narrada desde el punto de vista del pequeño héroe, la escena en la que Christian conquista a Roxanne con él haciéndole de apuntador pone a Cyrano al lado de otros desdichados freaks románticos, como el protagonista de El fantasma de la ópera y la Bestia en La bella y la bestia. Cyrano comienza siendo arrogante y va derivando luego a la mayor de las tristezas, y Dinklage comunica todo ese arco con una visceralidad de la que el resto de la película -salvo la mencionada secuencia de trincheras- carece. De hecho, es como si hubiera un Cyrano de Joe Wright y otro de Dinklage, que logra elevar la película por encima de sus muchas limitaciones.
Peter Dinklage y Haley Bennett protagonizan esta adaptación al cine de una obra musical de 2018 basada en la clásica pieza «Cyrano de Bergerac» que cuenta con música de integrantes de la banda The National. Adaptada y alterada cientos de veces a lo largo de su más de 120 años de historia, la obra de Edmond Rostand CYRANO DE BERGERAC –inspirada en la vida de un autor que realmente existió en el siglo XVII– ha sobrevivido gracias a un recurso dramático original y al profundo romanticismo que la atraviesa de principio a fin. Una historia de amor trágica, una comedia muy graciosa, un comentario acerca de los prejuicios sociales o, como en este caso, un musical que intenta tocar todos esos puntos, CYRANO es una pieza noble, que se amolda, acomoda y transforma según los tiempos que corran. El director de ORGULLO Y PREJUICIO no intentó, para nada, modernizar la historia aquí. Su adaptación al cine –que no es, estrictamente, de la obra de Roston sino del musical que escribió y montó Erica Schmidt en 2018 en base a esa pieza– sigue más o menos fielmente el recorrido de la obra original y hasta el siglo XVII en el que transcurre, con su contexto bélico. Lo que cambia, esencialmente, es la característica más evidente de Cyrano, un poeta y militar que no se atrevía a confesarle lo que sentía a su amada Roxanne asumiendo que iba a ser despreciado por ella por el desproporcionado tamaño de su nariz. Acá no es esa la característica que lo avergüenza. Interpretado por Peter Dinklage (GAME OF THRONES), su pudor está dado por su tamaño. Amigo y compinche de Roxanne desde la infancia, el hombre prefiere guardarse su amor por ella antes que ser rechazado por sus características físicas. Roxanne (Haley Bennett, esposa en la vida real de Wright) es una mujer joven que no quiere casarse con el Duque de Guiche (Ben Mendelsohn) pero la complicada situación económica de su familia la fuerza a aceptarlo. Eso del matrimonio por amor, le dicen, «dura apenas uno o dos años; lo importante es el dinero». Pero en medio de una explosiva representación teatral que termina con Cyrano batiéndose a duelo con el Vizconde Valvert –mano derecha del Duque–, la bella mujer observa entre el público a un joven soldado, Christian (Kelvin Harrison Jr., quien, en otro cambio con la tradición, aquí es negro) y se enamora a primera vista de él. Roxanne, que no sabe que Cyrano está enamorado de ella, le cuenta a él lo que le pasa con Christian y le pide que se lo haga saber a su soldado. Frustrado pero leal, el capitán le cuenta a su subordinado la novedad y descubre dos cosas: que ese amor es correspondido pero que Christian no es demasiado ducho en el uso de las palabras, lo cual complica bastante el romántico sistema epistolar a la que Roxanne se ve obligada por las circunstancias. Es allí que el sacrificado Cyrano termina siendo él quién escribe las poéticas cartas de amor a la chica a nombre de Christian, haciendo crecer una situación romántica de la que él preferiría ser parte más directa. No solo el planteo, que es por casi todos conocido (aún los que solo vieron versiones libres como ROXANNE, con Steve Martin, o la reciente película de Netflix, SI SUPIERAS), se mantiene sino que en buena parte se respeta la estructura original en verso de la obra. Y, cuando no se hace, muchas veces se reemplaza, como corresponde a un musical, con canciones. Y allí está la otra «diferencia» o particularidad de este CYRANO: es un drama romántico de época contado a través de canciones bastante actuales en sonido y composición. Los temas compuestos por parte de los integrantes de The National no tienen mucho que ver con lo habitual en este tipo de formato musical. Uno podría compararlo con el «choque» que inicialmente se produce en obras como HAMILTON –una historia del siglo XVIII contada a través de ritmos más propios del hip-hop–, pero aún en ese caso las canciones de Lin-Manuel Miranda respetaban bastante más los códigos del teatro musical. Aquí, uno tiene la sensación de estar escuchando temas propios de esa banda de indie rock insertados en la película e interpretados por los actores. El choque es curioso y, tras un periodo de acostumbramiento, termina funcionando bastante bien, especialmente en algunas canciones interpretadas dolorosamente por los protagonistas principales en algunos momentos clave de la trama. Dinklage no tendrá una voz de cantante de Broadway pero su tono es bastante similar al de Matt Berninger (el cantante de The National) y se adapta bien al formato narrativo y casi hablado de algunas canciones. La experta Bennett, por su parte, hace lo suyo con la facilidad de alguien que sabe de escenarios. Esa ambiciosa y curiosa mezcla podría dar cualquier tipo de resultados, pero CYRANO funciona gracias al talento de Wright –un experto en largos y endemoniados planos secuencia y con una larga carrera que incluye éxitos como ATONEMENT y fracasos como LA MUJER EN LA VENTANA–, cuya impetuosa puesta en escena marca el ritmo entre romántico y tenso del relato. Para un director que suele ser un tanto excesivo y ampuloso, el formato musical le resulta casi natural. Y Wright tiene la inteligencia aquí, además, de no priorizar la escenografía y entender que la película le pertenece en definitiva a los actores. Y el otro gran secreto de la adaptación es la actuación de Dinklage, cuyo dolido rostro de persona enamorada que prefiere esconderse detrás de un engaño antes que enfrentar un rechazo, le suma una potencia emocional al relato a la que no se llegaría de otro modo. CYRANO se termina de construir en el cuerpo del actor, que pasa de ser un valeroso y hasta algo petulante militar a convertirse en un hombre desesperado por un amor que es incapaz de declarar, aún sabiendo que Roxanne se desvive por cada cosa que él escribe y que su pasión por Christian se sostiene solo a partir de esa confusión. Hay un cambio sobre el final respecto a la pieza original que no conviene adelantar y una escena, particularmente emotiva, que no involucra a ninguno de los protagonistas sino que está interpretada por tres soldados desconocidos (encarnados por los cantantes Sam Amidon, Glen Hansard y Scott Folan) que cantan sus cartas de despedida familiar antes de ir al frente de batalla de un combate que parece perdido. La escena podrá tener poco que ver con el drama romántico que está en el corazón de la trama, pero pone en contexto a la historia, a sus personajes y a la tragedia que es el componente fundamental de esta clásica pieza.