Con su urgencia y desparpajo, la película de los hermanos Josh y Benny Safdie (directores de The Pleasure of Being Robbed) parece inmediatamente querer remitir a una parte del cine americano ubicado al filo de los sesenta. En la primera escena vemos a Lenny, su personaje principal, que pide en un puestito en la calle un pancho “de medio metro”. Le dan algo que no se parece del todo a eso y se va tan contento. Pero resulta que cuando va cruzando una plaza sufre un tropiezo espectacular y el pancho se desparrama por todas partes. Mientras no para de reírse, el tipo se recompone, junta los pedazos y se los va comiendo como si nada. De algún modo, toda la película está condensada ahí. ¿Lenny es idiota o se hace? Los directores esbozan un drama en el que los participantes no parecen advertir que lo es. Los ribetes de comedia permanente que la película exhibe le agregan una ambigüedad definitiva que es en parte lo que la hace tan incómoda. El hombre tiene dos hijos que están acostumbrados a todo, curtidos en el clima de desquicio en el que se desenvuelve su padre. Papá tiene raptos de entusiasmo y se ven arrancados de la cama y llevados a la rastra en pos de unas improvisadas vacaciones; papá y su novia pelean por su atención como si fueran dos chicos ellos mismos; viene un conocido de la familia y después de revolcarse por el piso bromeando con ellos (el chiste termina cuando pisa a uno de los hermanos sin querer) se les queda la noche a dormir en la cama de papá porque no hay lugar. Las cosas no mejoran demasiado fuera de las cuatro paredes del hogar, en donde Lenny debe lidiar con las autoridades del colegio por el mal comportamiento de los chicos y con su ex esposa, que ante semejante panorama quiere cancelar el tiempo establecido de visita que le toca al padre. Más tarde, Lenny les da somníferos a sus hijos para que no noten su ausencia mientras hace un turno en su trabajo que no estaba previsto. Las escenas familiares de Daddy Longlegs recuerdan con insistencia a Una mujer bajo influencia, y en general los directores parecen sentirse a gusto pulsando esa clase de vitalidad descangayada del cine de Cassavetes de la época. La película no deja de lucir un poco preformateada en esa dirección, pero su poética siempre distante de vidas martirizadas y dolorosamente ridículas ofrece genuinos destellos de emoción y veracidad inesperadas. La tristeza sin nombre que embarga los últimos planos de Daddy Longlegs (mientras suena una vaga música de fanfarria), en el que Lenny va con una heladera atada a la espalda mientras los niños cargan con el resto de sus pocas pertenencias, parece acentuar el carácter de comicidad absurda de la vida al tiempo que revela en forma definitiva el desamparo de los protagonistas.