La comunidad
Cuando se agotan las consignas y reivindicaciones políticas que defienden los compañeros de Darío Santillan ocurre algo extraño: el clima de denuncia social se deshace debido al vacío que genera la repetición de un discurso y lo que queda en escena es una lucha de tono épico. Una vez que la película desgasta el programa de los entrevistados, Mirra tiene entre manos un material nuevo: su película deja de ser un documental sobre Darío Santillán y su causa para pasar a enfocarse en un grupo de personas que se enfrentan al peligro como lo haría una comunidad en un western de John Ford. El relato, consciente o no, termina corriéndose del punto de vista más clasista para observar los gestos nerviosos de los que van a cortar el Puente Pueyrredón. El cine surge del recorrido por las caras y los cuerpos de los personajes ante una amenaza terrible y no por las apariciones gruesas de la voz en off que quiere comentar poéticamente la figura de Santillán. En este sentido, lo grosero está en que, ya de por sí, la víctima del 26 de junio del 2002 carga con un peso dramático y cinematográfico demasiado grande como para soportar el agregado: a través del testimonio de familiares, amigos y vecinos, Santillán es construido casi como una especie de Cristo piquetero, una existencia luminosa que se consume toda en actos de solidaridad, emancipación y conversión; es baleado por la espalda mientras se queda a ayudar a Maximiliano Kosteki, que estaba herido de muerte; se preocupa por transmitir los motivos de su lucha y de educar a sus compañeros; convence de participar en el Movimiento de Trabajadores Desocupados hasta al menos involucrado de los vecinos. Mirra hace una película despareja pero con una desprolijidad que le permite darle espacio a largas grabaciones del MTD de Lanús en las que se lo puede ver a Santillán, entre otras cosas, dirigiendo una asamblea al aire libre; el fragmento rompe la estructura general pero triunfa en el hecho de poder mostrar a un Santillán de un carisma y una personalidad notables, que terminan de erigirlo casi en un mártir contemporáneo. Esas imágenes, en las que un primerísimo primer plano de Santillán trasluce un interés devocional por parte del camarógrafo (como si el que filma tuviera una vaga noción del futuro trágico), abonan el terreno para la aventura del final en la que la gente del MTD viaja al encuentro de algo que, como deja bien en claro la filmación del viaje, saben que les cambiará la vida. Con mezcla de amargura y alegría se dirigen al piquete que habrá de ser (dicen durante el trayecto en tren) una suerte de bautismo de fuego para la agrupación, y la pérdida de su principal dirigente de tan solo veintiún años, asesinado por la policía, es la confirmación sangrienta de esa misión descomunal. Con una musicalización torpe que utiliza The Unforgiven en la versión de Apocaliptica, sobre el final la película de Mirra trata de narrar, como lo haría una ficción o un videoclip, el fatídico día de junio; sostenidas por el clima negro pero vital levantado por casi una hora y media de relato, las últimas imágenes de un Santillán agonizante emocionan en un sentido que trasciende cualquier creencia política o marco social: se trata de una hondísima tristeza cinematográfica que nos pone al lado de los que trabajaron y pelearon con él, que nos hace participar de una singularísima comunidad de derrotados que no se doblega ni ante la peor adversidad.