Detroit: Zona de conflicto (Detroit, 2017) ralla la hipocresía al criticar los mismos medios de producción que han hecho posible su existencia. Ha sido escrita por Mark Boal, un hombre blanco, y dirigida por Kathryn Bigelow, una mujer blanca, ambos de currículos intachables, pero la cúspide dramática de su historia - interpretada mayormente por un elenco afroamericano - sugiere que ante la hegemonía racista del hombre blanco la única victoria posible para el hombre negro es renunciar a colaborar con él.
¿Esta cuestión ideológica sabotea la película más allá de sus buenas intenciones? El film tiene problemas más urgentes de los que conllevan sus créditos. La mayoría pueden ser rastreados al guión, que está basado en hechos reales y por una cuestión de temeridad o reverencia trata a sus personajes (cada uno de los cuales posee un equivalente histórico) definiéndolos por lo que les pasa en vez de por quiénes son o por lo que hacen. Por otra parte, ésta es la historia de un grupo de víctimas, y como tales no les queda otra que padecerla.
La película se basa en la represión policíaca que tuvo lugar durante el verano de 1967 en Detroit, específicamente el “incidente” que le costó la vida a tres hombres durante un raid en un motel. La primera mitad del film narra de manera apremiante y caótica los eventos que llevan a las protestas y la subsecuente represión policíaca (Bigelow es una experta en confeccionar docuficciones bélicas a esta altura, y la ciudad de Detroit parece un auténtico campo de batalla); la segunda parte se concentra en el incidente en cuestión, en el que un policía racista (Will Poulter) tortura por una eternidad a sus víctimas, convencido falsamente de que de algo son culpables.
Dentro del elenco coral se destacan las actuaciones de Algee Smith, la única persona con un arco emocional significativo, y Poulter, cuyo rostro de púber endemoniado sugiere que sus acciones son caprichosas y alimentan una personalidad débil. Anthony Mackie y John Boyega ponen el cuerpo y probablemente la celebridad de sus rostros (si no sus nombres) de proyectos más comerciales, pero no aportan personajes o acciones. Podrían ser tranquilamente borrados de la cinta y no cambiaría absolutamente nada.
El problema fundamental de Detroit: Zona de conflicto es que por más que logra horrorizar con imágenes de violencia y tortura que son efectivamente insufribles y lindan la explotación, no logra conmover porque sus personajes apenas son establecidos como víctimas circunstanciales. Es una película que se queda con los hechos y apenas rasga el contenido humano.
Si algo logra la película es ubicarse junto a obras tan distintas como Django sin cadenas (Django Unchained, 2012) y 12 años de esclavitud (12 Years a Slave, 2013) al denunciar cuan absurdo es el racismo y capturar la irrealidad kafkiana de un grupo de gente oprimido porque sí. En definitiva trata sobre una noche que no termina, un sitio del cual no se puede escapar y una acusación falsa, arbitraria e injusta: una historia que parece compuesta de los recursos de una pesadilla pero está fundada en hechos reales, tan relevantes hace 40 años como hoy en día, lamentablemente.