Cincuenta años después de los altercados, la directora Kathryn Bigelow reconstruye, a base de testimonios y archivos, los eventos reales que invadieron las calles de la ciudad de Detroit durante 1967, en un film con una fuerte denuncia social y que visibiliza la brutalidad policíaca hacia la comunidad afroamericana.
“La Gran Migración Negra puesta en marcha antes de la Primera Guerra Mundial impulsó a alrededor de seis millones de afroamericanos a dejar los campos de algodón del sur… seducidos por los empleos fabriles y los derechos civiles que ofrecía el norte. Tras la Segunda Guerra, los blancos iniciaron su propia migración a las afueras y dejaron sin dinero y empleos a los barrios urbanos cada vez más segregados. Para los sesenta, la tensión racial había alcanzado un punto de ebullición. Se produjeron revueltas en Harlem, Filadelfia, Watts y Newark. En Detroit, los afroamericanos estaban confinados a unos pocos barrios sobrepoblados, bajo el control de una policía mayormente blanca de notoria agresividad. La prometida igualdad de oportunidades para todos resultó ser una ilusión. El cambio era inevitable. Sólo se trataba de cómo y cuándo.”
A partir de esta breve introducción, el contexto de alteración social se revela, adornado por una serie de pinturas de Jacob Lawrence, pintor afroamericano, mundialmente conocido por su obra “Serie de Migración”. Y es que Detroit: zona de conflicto cumple no sólo en materia temática, sino también a la hora de recrear dos tipos de violencia: la invisible, que recorre toda la estructura social fundamentada a través del sistema capitalista, y que da pie a la segunda, la visible, donde el resentimiento y la frustración acumulada se reflejan en las revueltas y en el accionar de los policías que se extralimitan porque tienen el poder para hacerlo.
El núcleo principal del film es la irrupción de la policía en el motel Algiers la noche del 25 de julio de 1967 luego de escuchar un disparo. En ese edificio, habitado en su mayoría por afroamericanos, las diferentes fuerzas de seguridad aplican su poderío de forma desmedida para averiguar quién fue el que disparó el arma. Al no obtener información, recurren a la violencia verbal y física, deseosos de perseguir a aquellos vecinos con los que comparten ciudad pero no color de piel. Con el correr de los minutos, la tensión resulta insoportable y la agresividad de parte de los uniformados se incrementa cada vez más. La vida de los acusados ya no importa. Una vez establecido el “orden”, huyen para no verse implicados en los brutales hechos que allí acontecieron.
La dirección de Bigelow tiene un acercamiento documental y consigue que el espectador participe de lo que observa. Es un huésped más dentro del motel, siente la brutalidad de los hechos y el abuso desmedido de parte de las fuerzas. Es a través del gran uso de las cámaras que mantiene la tensión en todo momento y que despierta la indignación sin ser demasiado obvia en sus objetivos.
Otro de los grandes aportes es el reparto, en su mayoría joven, entre los que se destaca Will Poulter, quien se mete en la piel del sádico agente de patrulla Krauss, sabiendo medir con naturalidad sus gestos y movimientos. También es digno de ser reconocida la labor de Algee Smith como Larry, el cantante principal del grupo The Dramatics, una de las principales víctimas y que, impecablemente, interpreta la rabia y el coraje que atraviesa su personaje.
De todas maneras, no todo lo que brilla es oro y los errores sobresalen en el guion que sufre un grave problema de ritmo, ya que extiende y desordena el desarrollo narrativo constantemente, sobre todo en el tramo final.