El largo y caluroso verano
La nueva película de Kathryn Bigelow, fracaso de taquilla e ignorada en los Oscar, es un extraordinario relato sobre las revueltas de 1967 en Detroit.
Ya desde hace unos años, la temporada de premios es el ámbito en el que las minorías aprovechan para protestar por la subrepresentación y las injusticias que sufren en la industria de Hollywood. Quizás todo se haya intensificado a partir de la campaña #OscarsSoWhite de 2015, pero es un tema que viene de lejos, desde cuando la actriz Hattie McDaniel, hija de esclavos, se convirtió en la primera afroamericana en recibir un Oscar (por interpretar a Mammy en Lo que el viento se llevó) y el productor David O. Selznick tuvo que pedir un permiso especial para que pudiera entrar al Hotel Ambassador, donde se realizó la ceremonia de 1940, lugar en el que no admitían negros.
Este año, además, todo sucede en el medio del escándalo de denuncias por acoso sexual contra distintos actores, productores y técnicos de Hollywood, y del movimiento Me Too, que seguramente será el eje de la ceremonia de los Oscar que se llevará a cabo el 4 de marzo en el Dolby Theatre. Las películas y las personas nominadas parecen haber seguido entonces los designios del clima de época (Diego Lerer ya escribió al respecto la semana pasada). Cuatro actores negros de veinte (dos hombres y dos mujeres), un director negro, una directora mujer, uno mexicano, y podemos seguir con el relevo de minorías.
Las películas a observar, en este sentido, son ¡Huye!, de Jordan Peele, y Lady Bird, de Greta Gerwig. Peele es el quinto afroamericano nominado a Mejor Director y Gerwig, la quinta mujer. Parece injusto señalar todo esto, porque ambas películas merecen estar ahí por derecho propio (confieso que no ví todavía Lady Bird, pero el consenso crítico general parece indicar eso). Pero suele pasar que cuando todos caminan como pisando huevos, se les pasa por el costado lo importante.
Hoy estrena Detroit: Zona de conflicto, una película dirigida por una mujer (Kathryn Bigelow, la única que alguna vez ganó un Oscar como directora, en 2009 por la excelente Vivir al límite) que cuenta una historia real de racismo y brutalidad policial: el asesinato de tres jóvenes negros en el motel Algiers durante la revuelta de 1967 en Detroit. La película fue un fracaso estrepitoso que ni siquiera recuperó los gastos, y acá la distribuidora Digicine demoró el estreno (iba a ser en noviembre) esperando alguna nominación al Oscar: no sucedió.
Y sin embargo, Detroit es una película extraordinaria que recuerda un poco por la tensión que la recorre a Vivir al límite, una de las mejores de Bigelow (la Academia no siempre se equivoca), pero es mucho más compleja. A su manera, las revueltas de aquel “largo y caluroso verano de 1967” eran una bomba a punto de explotar, como las que tenían que desarmar los soldados americanos en Irak; el problema es que acá los encargados de desarmarla eran parte del problema.
El lenguaje clásico del cine indica que una película debe comenzar con un plano panorámico que nos ponga en contexto: si la historia transcurre en Nueva York, empieza con un plano panorámico de algún paisaje reconocible de la ciudad. Después el plano se cierra al lugar más preciso en el que va a transcurrir la historia (un edificio, por ejemplo, pensemos en los primeros segundos de El bebé de Rosemary). Y finalmente, entran en plano los personajes protagonistas.
Bigelow hace una cosa muy parecida pero no solo en términos espaciales sino de conflicto. La primera media hora de película es una especie de plano general de la revuelta. No es un plano general literal (por supuesto, hay todo tipo de planos) sino metafórico. Una revuelta es una suma de pequeños enfrentamientos: en esta esquina dos policías golpean a un joven, 30 metros más allá un pibe rompe un auto, a la vuelta unos chicos corren para protegerse detrás de un tacho de basura, y más. Y la revuelta es todo eso, que es más que la suma de las partes: una especie de organismo vivo, caótico, que amenaza con escalar hasta donde uno no imagina. Eso logra captar Bigelow, con un laburo de montaje y puesta en escena complejísimo, en esa primera media hora.
Después el plano se cierra en el motel Algiers y, si se quiere, Detroit se transforma en una película un poco más convencional. Claro que el clima en el que nos situó la primera parte se mantiene y de alguna forma potencia la tensión de adentro. Ahí, desde una habitación en la que hay varios jovenes negros y dos chicas blancas divirtiéndose, uno de ellos dispara por la ventana con una pistola de cebitas para asustar a unos policías. Obviamente, es la chispa que causa la reacción en cadena.
Entran los policías al hotel, le disparan a uno de los jóvenes, le plantan un cuchillo y lo dejan desangrarse. A eso siguen unas horas de tensión racial irresoluble, en las que un policía negro (John Boyega) será de alguna manera el fusible, el personaje que pivotea entre ambos mundos: si bien Detroit claramente denuncia la brutalidad policial, sobre todo encarnada en el personaje de Philip Krauss (Will Poulter), un villano completo, no tiene miedo de mostrar la violencia de los alborotadores con sus molotovs. Y eso es porque Bigelow y su habitual guionista y productor Mark Boal tienen convicciones fuertes: saben que ningún delito justifica la brutalidad policial, entonces no necesitan esmerilar a las víctimas. El resultado es una película sofisticada y potente pero que, quizás por ese mismo motivo, no prendió en la sensibilidad actual del público ni de la Academia.
Da la sensación de que esta búsqueda demasiado premeditada por la diversidad termina resultando conservadora y produce películas en las que los negros cuentan sus historias y las mujeres las suyas, confinados a películas-gueto, sin atreverse a correr ningún riesgo. En ¡Huye! los negros son víctimas indefensas. En Detroit también son víctimas, pero Bigelow-Boal les dan un rol mucho más activo y combatiente. En ¡Huye! la chica blanca es solo una carnada que arrastra el joven negro a una trampa; en Detroit, las chicas blancas enfurecen a los policías blancos cuando las ven coqueteando con los músicos negros. Que esta última sea la historia que eligió contar una chica blanca es algo que debería haber merecido mayor atención en este estado de cosas.