La directora ganadora del premio de la academia por “Vivir al limite” (2008) recurre nuevamente a la estilización vacua de la barbarie, cotidiana o no.
Dicho de otro modo, el mismo modelo que le sirviera para ganar el bendito premio es utilizado para contar una historia basada en hechos reales, en la que la forma que diseña para hacerlo supera en importancia al relato mismo. Comenzando por tratar de emular registro del tipo televisivo, intercalar imágenes recreadas con otras reales de archivo, cámara en mano, voz en off, y cortes abruptos sobre montaje.
Todo esto sólo determina la utilización de “espejitos de colores” para deslumbrar al espectador, o sobresaltarlo. La intención primaria parecería ser el efectismo liso y llano. Incluyendo el narrar una historia trágica, pero tratando de atrapar o seducir al espectador con imágenes de violencia glamorosa, excitante.
Tanto es así que parece haberse olvidado que la historia esta atravesada y llevada adelante por los personajes y sus conflictos internos y de relación entre ellos, pero en el filme queda reducido a la anécdota de tres policías unidimensionales, sin dobleces ni resquicios de poder ser variables que terminan siendo una caricatura.
En la vereda de enfrente encontramos a las victimas, una decena de hombres de raza negra y dos jóvenes blancas, cuya construcción y trazado es de similares características a los policías, así de elemental como inverosímil sólo que parecen émulos de la Madre Teresa de Calcuta. Buenos por antonomasia.
La realización cuenta los sucesos ocurridos en 1967 en Detroit, luego de 5 días de locura y desenfreno, cuyo saldo fue de 43 personas muertas y miles de detenidos por los excesos de la policía blanca contra las manifestaciones de la población negra luchando por la igualdad de derechos.
La historia se concentra en un episodio ocurrido la tercera noche, en el motel “Algiers” donde, además de pasajeros comunes con intención de pernoctar, había gente dedicada a la oferta de prostitución y la venta de droga. Hasta allí es donde llegan unos policías buscando a un francotirador. Pronto un hombre resulta muerto y siete personas sufren el terror de los supuestos representantes de la ley fuera de control.
La película de Bigelow no es funcional desde su estructura, su longitud es excesiva, sus variables, en tanto foco de conflicto, la transforman en confusa, para terminar por ser un catalogo de lugares comunes, cuando no extraviado en su propia naturaleza.
Digamos, son tan diferenciados los tercios en que se pueden deconstruir el relato que terminan por manifestarse como tres corto metrajes pegados por decisión de la producción, no por diseño del mismo. La primera parte, la más confusa de todas, nos presenta, o eso intenta, establecer la génesis de los levantamientos; la segunda, se centra en el hotel y el bar sin licencia, donde ocurren los asesinatos: la tercera, el juicio a que son sometidos los responsables, que no solamente da para un filme en si mismo sino que, desde el tono. parece ser otro y no una continuación de la historia.
Se repiten los personajes en circunstancias diferentes, elipsis temporal de por medio, pero sin la necesaria conexión de los tonos anteriormente expuestos y dando por tierra lo poco construido desde lo netamente histórico, ya que degrada la idea primaria que supone recurrir a esta historia de injusticia, a partir de los disturbios ocurridos en la ciudad a fines de los años ´’60 y la represión de las fuerzas de seguridad transformando todo el espacio en un gran caos. Sólo para emplazarse en la parábola sostenida en los policías, pero que el guión se encarga de banalizar.
Los rubros técnicos son irreprochables, que Kathryn Bigelow sabe como fotografiar, manejar la luz, los tiempos, cortes, hasta la banda de sonido es muy cuidado, todo es obvio.
Por otro lado, intenta instalarse en el discurso de lo correcto, hasta incluso podría leerse como una mirada a la situación actual del gran país del norte, Trump incluido, recurriendo al pasado no tan reciente como disparador.
Mucho ruido y pocas nueces.