Kathryn Bigelow es la primera mujer –y la única hasta el momento– en haber ganado un Oscar a Mejor Dirección, lo cual habla más del lugar que se otorga a las mujeres en los premios dentro del mundo de arte que de ella o su cine. Así como Sofia Coppola se convirtió el año pasado en la segunda mujer premiada como mejor directora por Cannes, 56 años después de Yuliva Solntseva, Barbra Streisand no dejó de señalar en la última entrega de los Golden Globes que era la única mujer en haber ganado como mejor directora hace largos 34 años. Y la local Anahí Berneri fue, también el año pasado, la segunda mujer en ganar la Concha de Plata a mejor dirección en los 65 años del Festival de San Sebastián, con todo lo que un premio de ese nivel implica: la posibilidad de cotizarse de otro modo, de conseguir financiación para próximos proyectos. Del prestigio podríamos prescindir pero las desigualdades económicas se perpetúan desde el universo hollywoodense, donde los presupuestos implican millones, hasta la más modesta película independiente.
El Oscar para Bigelow llegó en el 2010 por The hurt locker (2008), esa película tensa y polvorienta sobre un soldado estadounidense que se especializaba en desarmar bombas en Irak y necesitaba esa adrenalina de jugárselo todo cada vez como a la droga más fuerte, a falta de cualquier otro sentido. Con un pie en la historia contemporánea, como las películas siguientes de la directora, y otro en el cine de género –Bigelow hizo terror, acción y ciencia ficción entre los ochenta y los noventa, y dirigió esa joya protagonizada por una banda de ladrones surfistas en busca de la ola definitiva que es Point break (1991)–, The hurt locker fue una gran película de acción con un héroe demente en la que los espectadores podían leer también un comentario sobre la intervención norteamericana en Irak, o no. En todo caso, era un objeto ambiguo. Con Zero Dark Thirty (2012), centrada en la ficcional agente de la CIA a cargo de la larga misión que condujo al asesinato de Osama bin Laden, pasaba algo parecido y en ese sentido Detroit (2017), lo nuevo de Bigelow, representa un cambio bastante drástico.
Con las películas anteriores una podía pensar que a Bigelow le importaba un carajo opinar sobre Irak o Bin Laden y cualquier otra cosa que no fuera el nervio del cine en su sentido más físico y vital, o en el punto exacto en que lo físico deviene otra cosa más cercana al misterio. Pero con Detroit, no quedan dudas: se trata de una película sin protagonista, o que lo encuentra recién en los últimos minutos, en un gesto osado por el cual se niega a generar emoción al identificarse con una historia particular, pero que está enseñando desde el primer minuto. El comienzo es didáctico y explica con dibujos simples, de hecho, la migración interna de los negros desde el sur hacia el norte y los conflictos sociales que se derivaron de ella. Después estamos en Detroit, en 1967, y aunque algunas escenas donde los protagonistas siempre son colectivos -negros, blancos, policías- darían la sensación de que se intenta retratar la experiencia viva del racismo en plena explosión de la lucha por los derechos civiles, la película da paso a una reconstrucción ficcional de la noche en la que varios agentes de policía y de la Guardia Nacional irrumpieron en el Motel Algiers para investigar la supuesta presencia de un francotirador y terminaron matando a tres chicos negros, por la espalda y totalmente fuera de cualquier legalidad. El material es reconocible para cualquier argentinx, aunque vivamos en un país donde el racismo nunca quiere pronunciar su nombre: brutalidad, abuso de poder, complicidad de la justicia. Bigelow sabe filmar la acción; el problema es que la voluntad de poner un espejo en el pasado en el que puedan mirarse los excesos del presente va por delante de la película y la agota. Detroit apuesta al reconocimiento más que a la revelación, subraya la villanía y la estupidez de sus villanos, y dentro de la filmografía de Bigelow es algo así como la mejor alumna.