Detroit. Julio de 1967. La policía local realiza una redada en un bar nocturno sin licencia. Los anfitriones del lugar aseguran haber pagado su contribución mensual para mantenerse fuera de problemas. Aun así el operativo continúa. Los asistentes del recinto son desalojados. Algunos son apresados y otros se dispersan por la ciudad. Cuando la policía se dispone a abandonar el lugar, los lugareños comienzan los disturbios. Comienza la cacería.
Diez minutos han pasado de lo que será una historia sofocante y la tensión ya invade nuestros cuerpos. Es imposible escapar. Kathryn Bigelow ofrece un muestrario de personajes que protagonizaron uno de los episodios más controversiales de la persecución racial en Estados Unidos. Unos jóvenes músicos, un veterano de Vietnam y dos chicas blancas serán las victimas principales del abuso de autoridad por parte de la impulsiva y racista policía de los sesentas.
La impotencia y la incomodidad dicen presente a lo largo de los 143 minutos que dura el metraje. Desde que el conflicto se desata deseamos que termine con algún idílico heroísmo que cualquiera que conozca la historia sabe que nunca llegará. Resulta un tanto sádico disfrutar de una película como esta, pero es la buena mano de la directora la que lo permite. No porque aprobemos a sus personajes (todo lo contrario) sino por la majestuosa forma de contarlo.
La convencionalidad del final remite a los típicos textos sobre fondo negro explicando cómo terminó el episodio tras los acontecimientos relatados en el film. Algo inevitable en este tipo de producciones. Pero la épica del celuloide logra mantener la atención (y tensión) del espectador durante todo el relato sin desvirtuar la fidelidad histórica de esta suerte de documental ficcionado que lo convierte en uno de los estrenos más imprescindibles en mucho tiempo.