A casi 30 años del estreno de la Predator original (1987), Shane Black toma el mando de una nueva entrega del cazador alienígena favorito de todos los cinéfilos. Al mejor estilo Hollywood, The Predator funciona como secuela, reboot, posible comienzo de una nueva saga y todo lo que se les pueda ocurrir. Porque si hay algo que caracteriza a las producciones que vienen del norte en estos últimos tiempos es que no importa si nunca viste alguna película de la saga o si nunca fuiste al cine, vas a entender todo lo que pasa. Para esta nueva historia, Shane Black (esa vieja gloria del cine de acción) fue el encargado de no solo escribir el guión sino también de sentarse en la silla de director. Y luego de lo que ha realizado en los últimos tiempos (Entre besos y tiros, Iron Man 3 y Dos tipos peligrosos), las expectativas eran justificadamente altas. Sin embargo, esta vez algo cambió. Ese típico humor presente en su filmografía cede su lugar a una narración que parece avanzar mecánica y estructuradamente. Un Depredador llega a la tierra, unos científicos intentan analizarlo (obviamente eso no sale muy bien) y el protagonista se ve ligado a un grupo de inadaptados que deberá lidiar con la amenaza extraterrestre que esta vez es más fuerte, inteligente y amenazante que nunca. Tal como lo prometió el director antes del estreno, la película fue calificada como R (Rated, en EEUU, apta para mayores de 18 en Argentina), con lo cual el gore está a la orden del día. Vuelan tripas, órganos varios y la sangre salpica hasta la primera fila del cine. Sobran los homenajes a las anteriores entregas de la saga y por momentos este regreso del Depredador a la pantalla grande parece más bien un culto al cine de clase B que se niega a morir. Y la frutilla del postre es que en esta oportunidad los Depredadores están acompañados por sus mascotas. Sí, hay Depredaperros. Queda en el espectador decidir si quieren o no invertir su tiempo viendo una película con Depredaperros. Están advertidos.
En el marco de una discusión que plantea si la humanidad (el senado de Estados Unidos, en realidad) debe dejar morir en manos de un volcán a los “desextintos” dinosaurios o si se los debe tratar de salvar como animales de cualquier otra especie, los hechos llevan a que una vez más los dos protagonistas del film anterior lleguen a la abandonada isla de Jurassic World. Semejante puntapié inicial da lugar a los más descoloridos clichés que la saga puede entregar: un anciano filántropo que da todo por que sobrevivan los dinosaurios, la mujer fuerte e independiente que defiende sus ideales proteccionistas, el villano capitalista que quiere hacer un negocio y el “comic relief” del nerd fóbico cuyo miedo ofrece risas fáciles con gags sencillos y efectivos. El guión es absolutamente de manual. Una subestimación imperiosa del público que hace que hasta el espectador más molesto e irrespetuoso que desde la butaca juega a vaticinar lo que sucederá en la escena siguiente, acierte. “Se lo come el dinosaurio”. “Seguro estaba muerto”. Sí, todo eso va a pasar. Ni siquiera para las mentes menos inquietas la trama presentará giros impredecibles, sino que por el contrario de a ratos puede volverse bastante tediosa. Sin embargo no todo es sufrimiento. Jurassic World ofrece al menos un par de escenas interesantes como aquella que se alcanza a esbozar desde el tráiler, que parece una suerte de homenaje al cine de terror clásico al mejor estilo Nosferatu con el dinosaurio ocupando el lugar del vampiro. El brío técnico es como siempre correcto. Los efectos digitales están a la orden del día, las atmósferas creadas son precisas y acorde a lo que la secuela demanda, pero aun así algo falta. Y ese algo no es nada menos que la historia que parece muchísimo menos ambiciosa que su predecesora o inclusive que cualquiera otra de la saga. Luego del conflicto de proporciones bastante más épicas de Jurassic World, su secuela se queda corta. Ni siquiera los personajes llegan a desarrollarse con eficacia para generar interés en el público. Los efectos especiales, ruidos y tomas impecables no alcanzan a escapar del cliché y de todo lo esperable.
Luca Guadagnino logró con Llamame por tu nombre uno de los mejores aciertos de su carrera, seducir a Sony para que la coproduzca y empiecen a llover nominaciones para distintos premios (Oscars incluidos, desde ya). Lo curioso es que su premisa promete mucho más de lo que su desarrollo ofrece. El preciosismo con el que está rodada, adornada en un entorno bellísimo (¿qué rincón de Italia no lo es?) con tintes de bohemia y cultura proponen un presunto buen gusto propio de una clase intelectual anclada en los ochenta con muy poco que contar. Timothée Chalamet protagoniza un film de espíritu hueco representado en tardes de verano compartidas con personajes anodinos que leen bajo la sombra de un árbol, tocan el piano, respiran música, se regodean en el arte, se refrescan en lagos hermosos y descubren su sexualidad sin mayores conflictos ni restricciones. Todo bajo un halo mortecino exento de interés para con el público, salvo la corrección técnica impecable e hipnótica con la que está filmada. Pese a las buenas interpretaciones de sus actores (destacando el ya mencionado Chalamet), el guión no pasa de ser un retrato de gente aburrida carente de calidez y gracia que por momentos hasta parece inverosímil. Se trata de una historia sobre el primer amor y el despertar sexual de un adolescente sin demasiado tratamiento, enmarcado en las más hermosas postales italianas campestres.
Si hay algo que Hollywood comprende perfectamente es como abordar una biopic de manera efectiva y de paso, si la temporada de premios está al venir, hacerse con un buen número de nominaciones que potencien su éxito en crítica y taquilla. El camino es sin dudas la solemnidad patriota sensiblera y propagandística. La veracidad histórica no importa. ¿Para qué? Si un gran actor se pone en la piel de un personaje histórico cuanto menos cuestionable, todas las controversias que protagonizó en la vida real serán obviadas o trastocadas según corresponda. Revisionismo histórico marca Hollywood. Así como gracias a la industria del cine (de Hollywood, claro está) creemos que el gran salvador y ajusticiador de la segunda guerra mundial fue Estados Unidos, Las horas más oscuras se encarga de ennoblecer y mitificar a un personaje histórico que parece haber sido un humilde héroe al servicio de la democracia y la paz salido de una tira de Marvel. Los diálogos que su esposa le dedica como “sobre ti recae el peso del mundo” se acercan más a lo que el tío de Spiderman le dice al joven arácnido que a cualquier verosimilitud histórica. La simplificación de ese enorme conflicto mundial que significó una de las luchas armadas más trascendentes de la historia se ve reducida a este gran líder intentando resolverlo por medio de discursos solemnes y heroicos, que, pese a la resistencia que el propio parlamento británico le ofrecía, se alza como gran conciliador que como todos ya sabemos, eventualmente saldrá victorioso. Sin embargo, muchos libros de historia demostrarán que en realidad no fue tan así. Con esta nueva y hermosa fábula histórica filmada con maestría e interpretada por algunos de los mejores actores de Hollywood, cabe preguntarse cuándo habrá oportunidad de que el público masivo conozca al Winston Churchill que se declaró un ferviente seguidor del darwinismo humano asegurando que la pureza de la raza británica era una de sus prioridades. ¿Cuándo veremos esa película que muestre al Churchill que consideraba a los minusválidos parias de la sociedad que debían ser exterminados y aislados en campos de exterminio? ¿Qué actor elegirá ponerse en la piel del Churchill que mostraba clara simpatía por el Franquismo, y emitía laudatorios comentarios sobre la Italia de Mussolini? Como tal película seguramente nunca se estrene, nuestra lectura recomendada para conocer más sobre Winston Churchill es la nota de Callum Alexander Scott para el portal británico Morning Star: https://morningstaronline.co.uk/article/what-darkest-hour-doesnt-tell-you-about-winston-churchill Porque Darkest hour tiene esa magia del cine que embellece todo lo que filma, pero cuando de una biopic se trata, la autenticidad histórica nunca está de más.
Detroit. Julio de 1967. La policía local realiza una redada en un bar nocturno sin licencia. Los anfitriones del lugar aseguran haber pagado su contribución mensual para mantenerse fuera de problemas. Aun así el operativo continúa. Los asistentes del recinto son desalojados. Algunos son apresados y otros se dispersan por la ciudad. Cuando la policía se dispone a abandonar el lugar, los lugareños comienzan los disturbios. Comienza la cacería. Diez minutos han pasado de lo que será una historia sofocante y la tensión ya invade nuestros cuerpos. Es imposible escapar. Kathryn Bigelow ofrece un muestrario de personajes que protagonizaron uno de los episodios más controversiales de la persecución racial en Estados Unidos. Unos jóvenes músicos, un veterano de Vietnam y dos chicas blancas serán las victimas principales del abuso de autoridad por parte de la impulsiva y racista policía de los sesentas. La impotencia y la incomodidad dicen presente a lo largo de los 143 minutos que dura el metraje. Desde que el conflicto se desata deseamos que termine con algún idílico heroísmo que cualquiera que conozca la historia sabe que nunca llegará. Resulta un tanto sádico disfrutar de una película como esta, pero es la buena mano de la directora la que lo permite. No porque aprobemos a sus personajes (todo lo contrario) sino por la majestuosa forma de contarlo. La convencionalidad del final remite a los típicos textos sobre fondo negro explicando cómo terminó el episodio tras los acontecimientos relatados en el film. Algo inevitable en este tipo de producciones. Pero la épica del celuloide logra mantener la atención (y tensión) del espectador durante todo el relato sin desvirtuar la fidelidad histórica de esta suerte de documental ficcionado que lo convierte en uno de los estrenos más imprescindibles en mucho tiempo.
En esa compleja tarea de conformar tanto a las nuevas generaciones como a los fanáticos más fieles, Disney apela al público masivo con la fórmula clásica de Star Wars interrumpida por la presunta exploración de nuevos horizontes en la historia. La nueva entrega triunfa dándole a su audiencia tanto lo que quiere como lo que no sabía que quería. Apoyándose en un sentimentalismo instalado a lo largo de una franquicia que ya lleva varias décadas, el público acompaña tanto a sus personajes más queridos de siempre (Skywalker y Leia) como a aquellos que de a poco se van ganando los corazones de los nuevos y viejos fanáticos (Rey, BB8, Finn, etc.). Y siempre hay lugar para sorpresas que naturalmente no es nuestro lugar develar. La historia parte de lo que su título y sinopsis adelantan, se trata de una secuela en donde el foco está puesto en la subsistencia de un grupo (los Jedi y la resistencia, claro está). A partir de ahí, los protagonistas de ambos bandos se mueven fiel al estilo Star Wars, como jugadores de ajedrez tratando de adelantarse a cada movimiento del enemigo. Y en ese mismo juego entra el espectador que inevitablemente conjeturará de principio a fin sobre los posibles puntos de giro de la trama. Algo que puede hacer de la experiencia en el cine un hecho bastante irritante, según la sala que toque. Es cierto que Star Wars siempre se trató de un relato de personajes, pero esta vez al sumar a los clásicos con los nuevos, el verdadero desafío es no solo lograr que el público no se pierda entre entregas, sino concluir todas las historias satisfactoriamente como sí lo logró la primera trilogía. Y el problema principal parece ser que quien se alzaba como candidata a protagonizar el cierre de la trilogía, Carrie Fisher, murió inesperadamente en Diciembre del 2016. Intentando recorrer esa ancha avenida del medio que no desilusione a los nostálgicos que acusen de traición por escapar al espíritu de Star Wars, ni tampoco aburrir a quienes gustan ver algo nuevo, Los últimos Jedi consigue un valorable equilibrio que pese a que posiblemente consiga algunos detractores, seguramente serán más los que se sumen a la propuesta que Disney tiene para el futuro de la franquicia.
Puede que el director de la nueva película de Tom Cruise, Doug Liman, haya encontrado la fórmula para cautivar tanto al público que gusta del actor como aquellos que no. A riesgo de que lo tilden de canchero, sobreactuado o de tomarse muy en serio su papel, en esta oportunidad, siguiendo la línea de su anterior colaboración en Al filo del mañana, el director retrata a un personaje bastante jocoso e intenso con una necesaria cuota de estupidez (¿o a caso inocencia?). La historia de Barry Seal sigue los pasos de un aviador devenido en colaborador de la CIA y narcotraficante. Se trata esencialmente de una película de acción biográfica (así lo describe IMDB), pero su mayor fortaleza está en acertar en un tono humorístico sin el ánimo de convertirse en una comedia exagerada, intentando conservar la mayor fidelidad posible a los hechos reales. Porque por más falaz que parezca lo que estamos viendo, más allá de las licencias humorísticas, todo eso sucedió. Y ahí va el inevitable cliché: la realidad supera una vez más a la ficción. Apoyada en una estética ochentosa con el espíritu del VHS, Barry Seal: Sólo en américa nos transporta a otra época en donde los gobernantes de Estados Unidos, a pura hipocresía y naturalidad, convivían con escándalos como el de Irán-Contra. El film retrata las miserias del poder y el capitalismo. Tanto es así que la ambición del protagonista no es otra que el dinero. Pese a traficar con cocaína, en ningún tramo de la película se lo verá consumiendo ninguna substancia. Y es que no se trata de eso. Y posiblemente Tom Cruise tampoco permitiría mostrarse de ese modo. Pero cualquiera sea el caso la propuesta es sin dudas de lo más atractivo que se puede encontrar en cartelera.
En una época en donde el consumo audiovisual parece inclinarse más hacia las series que el cine, The Snowman, basada en el best seller del noruego Jo Nesbø, es uno de esos casos en donde el espectador sentirá que el formato se prestaba más para miniserie que para película. Concluido el metraje, la primera impresión podría ser que todo se ha resuelto, pero a tan solo centímetros de despegar el ulterior de la butaca, es probable que una sensación de que algo ha quedado inconcluso invada el cuerpo. Cual víctimas del asesino perseguido por el detective Harry Hole (Michael Fassbender), la información es retaceada y ofrecida progresivamente como todo buen thriller debe hacerlo, hasta llegar a un climax un tanto predecible en el acto final. No por ello el espectador perderá el interés en la trama a lo largo de los 119 minutos de metraje, pero quizás sí la sensación final no sea la mejor. El enorme abanico de sospechosos y personajes que compone el film cumple la función de distraer al espectador y permitirle al director cambiar las piezas de lugar como en un enorme rompecabezas, pero también provoca que muchas de estas subtramas pasen al olvido y queden sin resolver. Tratándose de un director solvente y seguro (Thomas Alfredson, responsable de Let the right one in y El topo), el producto final da la sensación de haber sido apurado y cortajeado en post-producción por una mano ajena. Quizás uno de esos productores que tantos dolores de cabeza traen a los realizadores.
Si alguna vez alguien llamó a Alex de La Iglesia el “Tarantino español” las similitudes de su nueva película con la última del director oriundo de Tennessee hará que se confirme el parecido. El Bar presenta a ocho extraños que se verán obligados a convivir en un espacio reducido bajo circunstancias de lo más adversas que lograrán que su verdadera personalidad aflore y desate el conflicto para con sus pares. Sinopsis que también se ajusta perfectamente a Los ocho más odiados. En ocasiones el cine de terror permite que los directores y guionistas desnuden la peor cara de sus protagonistas. El Bar no escapa a ese lugar común, la fauna que deambula por el pequeño local situado en la capital española hará lo que sea por sobrevivir a cuesta de cualquier tipo de moral. Cuando de supervivencia se trata, el género en cuestión nos ha demostrado que todas las personas pueden traicionar sus principios para salvar su pellejo. La mirada omnisciente del director y su propuesta parece sugerir que sus personajes merecen aquello que les está sucediendo. Son miserables, corruptos, crueles y egoístas. Como moraleja superficial, se puede interpretar que la humanidad es algo así como insalvable. Algo que no solo se ve en la presente obra sino en buena parte de la filmografía del director. No hace falta caracterizar a un personaje como héroe ni tampoco con más virtudes que defectos, pero en este caso da para sospechar que quizás quien cuenta su historia no los critica sino que de alguna manera los quiere hacer pagar. La mano del director logra que la historia sea, de principio a fin, atrapante con sus toques de humor negro y suspenso que permiten que el espectador se olvide que, en el fondo, quizás nosotros también les deseamos lo peor a todos ellos.
Con el estreno de Prometeo en el año 2012, los fanáticos del xenomorfo más famoso del cine se preguntaron si una precuela era necesaria y si el ya para entonces veterano director Ridley Scott estaba a la altura de volver al género de ciencia ficción que lo consagró hace más de 30 años con la frescura que los fanáticos exigían. Las repercusiones fueron en general favorables, aunque inevitablemente también varios otros se sintieran defraudados. El caso de Alien Covenant propone una suerte de vuelta a los orígenes más clásicos de la saga con un bicho ya bien madurito y crecido, como la última vez que se lo vio en una entrega de la franquicia que llevara su nombre en el título. Cuando la Tierra no da abasto para aguantar a los humanos es natural que en cualquier guion de ciencia ficción la humanidad busque nuevos horizontes para colonizar, y otros planetas para arruinar. Con esa premisa la nave Covenant inicia su viaje interespacial que derivará en el inevitable confrontamiento con el Alien de turno. El resultado de Alien Covenant es una extraña mixtura sinsabor que deja una sensación de insatisfacción pero que la vez tampoco resulta desagradable. Eso sí, funciona mucho más como secuela de Prometeo que como precuela de Alien. El problema es que no logra escapar del estadio de fórmula conocida. Con la dignidad que merece el género y de la mano del inagotable Ridley Scott, Covenant se articula en su propio universo con una interesante propuesta visual que solo se va consumiendo hacia el final de la cinta por culpa de un tercer acto un tanto apresurado. Tan en piloto automático avanza la película que sus protagonistas resultan más experimentados al lidiar con el Alien en este primer confrontamiento que Ripley en cualquiera de las secuelas de la original.