La verdadera grieta
En la primera reseña de Detroit que aparece en la Imdb, leo que la redactora abandonó la sala porque descubrió que no le interesa “la percepción que puedan tener los blancos del dolor negro”. Cuando la Corrección Política alcanza este grado de estupidez impune, es poco lo que puede hacerse en materia artística sin incurrir en falta para la policía ideológica. Detroit, destrozada por la crítica americana, fue también un gran fracaso de taquilla. Eso ya la convierte en un fenómeno curioso, pero lo es más aun porque Kathryn Bigelow es de lo más interesante que se puede encontrar hoy en Hollywood. No solo por la elegancia y la destreza para narrar que le suele reconocer, sino porque piensa contra la corriente.
La película anterior de Bigelow, La Noche Más Oscura (Zero Dark Thirty), trataba sobre la captura y ejecución de Osama Bin Laden por parte de un comando de la Marina. Sobre el final, una vez consumada con éxito la operación, la protagonista aparecía llorando desconsoladamente. Esa escena me acecha desde que la vi. El personaje que hace Jessica Chastain dedica años de su vida a cazar a Bin Laden y, cuando lo logra, no solo se siente vacía, sino que en ese llanto se expresa con insuperable elocuencia la distancia entre la Historia y las vidas individuales. En Detroit reaparece la misma mirada, acaso potenciada por un desenlace desolador. Me gustaría comparar Detroit con dos películas que compiten en estos días por el Oscar. Una es The Post, en la que Spielberg convierte en un gesto épico el rechazo de la dueña y el editor del diario a plegarse a las exigencias del gobierno. La otra es Dunkerque, donde Nolan diluye la Historia en la inmediatez de los hechos, como si la única dimensión posible de un acontecimiento fuera la materialidad de los sufrimientos. Hay en Nolan, incluso, la insinuación de que la retirada británica fue una especie de broma que disfrazó la derrota de triunfo.
En Detroit, Bigelow no intenta convertir la narración de un episodio de brutalidad policial extrema durante las revueltas negras de 1967 en una fábula edificante ni en un parte de combate. Su épica, en todo caso, esquiva la superioridad moral del pedagogo y del escéptico. El argumento de Detroit (basado en un caso real) es muy simple. Tres inocentes (negros) son asesinados por tres policías (blancos) dirigidos por un psicópata. La justicia absuelve bochornosamente a los culpables y la trama no ofrece al espectador una reparación de ningún tipo. Pero aunque el núcleo dramático de la película son las horas de tortura y muerte en el hotel Algiers, Bigelow no se limita a mostrarlas (la película se encarga de desbaratar la adrenalina que provoca el suspenso) sino que las rodea de una explicación del contexto y un final revelador. La idea es que los hechos narrados ocurrieron en alguna parte aunque no debieron ocurrir y produjeron resultados siniestros. Bigelow se orienta a mostrar que en Detroit 1967 había dos clases de vida: la de una anquilosada burocracia policial y jurídica, cuyo racismo y ferocidad eran una rémora inadmisible y la de la gente común. Hay dos momentos especialmente significativos en ese sentido. La película empieza con una animación inspirada en el pintor afroamericano Jacob Lawrence que explica la inmigración de los negros a Detroit y su hacinamiento en barrios controlados por una policía brava, totalmente fuera de época. En el final de esa introducción, la voz en off dice: “Esto debía cambiar, aunque no se sabía cómo ni cuando”. En Detroit (la película) no hay militantes aunque en Detroit (la ciudad) los hubiera: Bigelow no es una cineasta progresista. Su idea, como la de Chateaubriand ante la Revolución Francesa, es que no hacía falta el Terror para que Francia evolucionara hacia la democracia. Se podría decir que Bigelow está cerca del cada vez más tenue liberalismo republicano, ese que se parecía mucho al liberalismo demócrata: no se trata de una posición reaccionaria, sino antirrevolucionaria, de centro. En aquel momento, esa distinción no era trivial: era la que enfrentaba a Luther King con Malcolm X (uno había sido asesinado dos años antes, el otro lo sería el año siguiente). Bigelow toma partido por el primero, señalando al pasar que la violencia de los más radicales solo se dirige contra su propio bienestar.
El otro momento ocurre en pleno furor homicida de los tres policías racistas. El paroxismo de su odio se desata frente a dos chicas blancas que alternan con los negros en el Hotel Algiers. Una de ellas, cuando uno de los oficiales blancos le cuestiona que se acuesten con negros, le contesta: “¿Qué les pasa? Estamos en 1967”. Para Bigelow, como para la chica, la gente ordinaria ya había alcanzado un horizonte de libertad que no estaba en los códigos morales de los más atrasados. Y tanto la violencia en el gueto como la locura represiva son parte de un orden inhumano porque se rige por reglas que ya no están en vigencia en las mentes de la mayoría. La contradicción entre el derecho a la diversión y el afán represivo queda señalada en el comienzo de la película, cuando los disturbios en la calle comienzan porque la policía irrumpe, como si fueran los tiempos de la Ley Seca, en una fiesta clandestina del barrio negro.
Pero, paradójicamente en apariencia (y esa es otro de los rasgos originales de Detroit), no se trata de licuar la barbarie en el flujo hacia adelante de la historia. En los años sesenta, en la ciudad de los motores, la vida laboral (en particular la de los negros) giraba en torno a las tres grandes compañías radicadas en Detroit.
Había otro fenómeno en la ciudad: Motown, la primera compañía discográfica en manos de un negro, que rompía los charts musicales pero era consumida sobre todo por los blancos (hay una discusión sobre Coltrane y las drogas, no del todo lograda, que ilustra ese punto). Esa paradoja está en el corazón de la película, que usa la música de Motown pero en segundo plano, sin hacer de ella un espectáculo (la tentación era enorme). En el centro de Detroit hay un grupo vocal con aspiraciones de conseguir un contrato en Motown. Dos de sus miembros tienen la desgracia de caer esa noche en el Algiers Hotel. Uno de ellos, Fred, muere asesinado. El otro, Larry, se salva por muy poco, pero vive esa noche infernal en manos de tres energúmenos de uniforme dispuestos a matarlo. Hay otro personaje importante: el guardia de seguridad que no atina a enfrentarse con los policías blancos y resulta un cómplice pasivo. Pero Larry tiene un papel más relevante en el juego moral de Detroit. Tras aparecer en el juicio y ser humillado por el abogado de la defensa, renuncia al grupo y a su carrera musical. Sin empleo, hambriento, se presenta en una parroquia de barrio y pide que lo tomen como director del coro. Más tarde se nos informa que hará eso por el resto de su vida.
Larry, según muestra Bigelow, no atraviesa una conversión religiosa ni un rapto militante. Simplemente siente que no está dispuesto a seguir adelante con el juego de entretener blancos después de lo que le ocurrió. Larry decide que la fama le pase por el costado y prefiere que la Historia lo ignore porque se niega a ser parte de su fuerza ciega. Ese es el otro momento decisivo de Detroit, el momento en que Bigelow descubre para los espectadores que la grieta esencial no es la que divide a los blancos de los negros ni a la derecha de la izquierda, sino la que separa a la Historia de los individuos. Pero es una grieta que solo pueden iluminar estos últimos en el momento en que se separan de ella, como hacen Larry en Detroit o el personaje de Chastain en Zero Dark Thirty. No es raro que Detroit haya tenido tan mala prensa en un ambiente en el que acentuar las heridas y las divisiones se considera el único modo de vida lícito.