Que Kathryn Bigelow haya decidido recrear una historia de abuso institucional sobre la comunidad afroamericana que tuvo lugar durante el verano de 1967 en Detroit desborda el legítimo interés por un inaceptable hecho histórico. Su inspiración proviene del presente, como lo ha expresado en varias oportunidades; un nuevo ejercicio despótico en manos de las fuerzas del orden sobre la población negra, en esta ocasión en Ferguson, unos tres años atrás, fue lo que la incitó a concebir este film. No será la primera vez que un cineasta elija el pasado para interrogar el presente; es una táctica efectiva, y asimismo un salvoconducto para neutralizar el desorden afectivo que empaña la reflexión sobre temas demasiados recientes, siempre urticantes o ideológicamente irritables. Eso no anula reconocer que, en Estados Unidos, como en muchos otros lados, el racismo es una ideología extendida, casi una tradición, que ni siquiera es vista como tal. Modula la percepción, domina los sentimientos. Es que una larga transmisión de preferencias y desprecios sostiene ese delirio de entrever en el color de la piel virtudes y deficiencias, las suficientes para incluso vindicar prácticas ominosas, como la esclavitud.