Una noche en el infierno.
Kathryn Bigelow posee una de las filmografías más poderosas del cine norteamericano contemporáneo. Aunque sus comienzos fueron en la década de los ochenta, con la mítica Near Dark, su carrera alcanzó popularidad con Punto límite y prestigio y respeto mundial con The Hurt Locker y Zero Dark Thirty. Un doble Oscar a Mejor película y dirección, terminaron por darle el merecido reconocimiento de la industria. Bigelow posee una obra coherente, marcada siempre por una forma potente de registrar la violencia y la tensión, mayormente alrededor de las figurar más masculinas, pero no siempre. También observa la tarea de los profesionales en peligro, al mejor estilo de Howard Hawks, maestro de maestros en el cine de Hollywood. Su obra se acerca a otro gran director de acción con inteligencia, el genial Don Siegel. Sin embargo, este árbol genealógico brevísimo no alcanza para definir su cine, siempre marcado por un nivel de intensidad y tensión que como directores han logrado en la historia del cine mundial.
Un tema recurrente en la obra de Bigelow es la obsesión de sus personajes con su trabajo, su misión o su pasión. La palabra límite aparece en la traducción al castellano de dos de sus películas y no es casualidad. Hasta el límite van sus personajes, siempre, poniendo en riesgo su vida o más bien entregando su vida. Una vez cumplida su misión, solo les queda esperar otra, ya que no hay nada para ellos fuera de esa obsesión. Detroit se sale en parte de este esquema, emparentándose o funcionando como una mirada diferente de Strange Days. Si bien allí la obsesión estaba en el tráfico de sensaciones fuertes, había una tensión social y racial a punto de estallar sin vuelta atrás. Un espíritu exagerado y grandilocuente gobernaba en el final marcado por un cierto optimismo urgente y tal vez algo voluntarista. Aun así aquella era un viaje de tensión absoluta. ¿Qué pasaría si Bigelow volviera a contar una historia de tensión racial pero en un marco mucho más oscuro y pesimista? Y ya no en la ciencia ficción sino en la década del sesenta y en un marco mucho más realista. La respuesta es Detroit, claramente, una experiencia particularmente claustrofóbica y sofocante.
Bigelow arranca con una escena en pleno movimiento. Lo que será el prólogo del centro de la película es en sí misma una escena tan intensa que ya no hay respiro para el espectador. Y no lo habrá hasta que la película haya terminado. En esa redada fallida del comienzo del film la directora establece su estilo narrativo, muy cercano al de The Hurt Locker. Detroit es una zona de guerra, al menos para la puesta en escena y la multiplicidad de puntos de vista, caos, cámara en mano y montaje trepidante y nervioso. Claro que no es una guerra porque básicamente lo que se ve es un grupo oprimido y una noche nefasta en un hotel, donde la furia racista alcanzará su punto más alto.
El espectador buscará, desde el minuto cero, algo de esperanza, de luz, se aferrará a los personajes positivos y deseará que las cosas resulten bien, como sea. Pero la tragedia sobrevuela de forma tan evidente cada situación, que solo podemos ser testigos de la injusticia, tener el privilegio de saber más que los personajes, pero el castigo de no poder hacer nada para cambiar el curso de las cosas. Todas las herramientas visuales conoce Bigelow para llevar el suspenso y la tensión adelante. La cámara encuentra siempre la forma de escatimar información, de generar expectativa, de mantener viva la esperanza del espectador. Claro que no todo es tragedia, pero acá Bigelow decide ir en dirección contraria a esa esperanza de Strange Days. La maestría de su trabajo es lo que hace que Detroit sea una gran película, y también permite dimensionar la gravedad de los hechos que cuenta. Hay héroes, hay villanos, y hay en el medio demasiados grises que permiten que el mal avance. Detroit es tan impactante e inolvidable como las mejores películas de Kathryn Bigelow, sin duda una experiencia muy por encima del promedio, mérito absoluto del enorme talento detrás de las cámaras.