Los documentales que hacen énfasis en el pasado reciente y abarcan los atroces sucesos acontecidos en la última dictadura militar son necesarios, aun si su realización es precaria o de poca consistencia cinematográfica. Las ficciones pueden presentar aún mayores dificultades a la hora de exponer la propuesta elegida, aunque cuando se trata de evidenciar los daños irremediables, es decir, de trazar posibles aristas para acercarse a los hechos y sus consecuencias desde la representación, su resultado final no interesa tanto como la intención de manifestar una aproximación a la realidad. Es el caso de la recién estrenada Deja la luz prendida de Alfredo Salinas, que a pesar de su desacierto técnico consigue retratar los miedos, angustias y pesadillas de los hijos de desaparecidos adoptados ilegalmente, sobre todo cuando los mismos integrantes de la fuerzas armadas fueron los apropiadores, con un mensaje contundente y concreto.
Sin embargo, en este documental estamos ante un registro que, además de poseer el planeamiento necesario con la utilización de diferentes elementos y recursos que refuerzan su desarrollo, se destaca por poner en evidencia rasgos que desenmascaran varias facetas de esta problemática, vigorizando a la vez nociones que otros cineastas rescataron previamente: la búsqueda incesante de respuestas certeras como en el caso de M (2007), la representación del dolor a través de la subjetividad como en Los rubios (2003), el énfasis en las causas que provocaron la ausencia como en Papá Iván (2004), la posibilidad de justicia a través de un tribunal como en El Nüremberg argentino (2004), o bien la necesidad de asentar los hechos y conmemorar a los individuos como en Calles de la memoria (2012), entre otras. Disculpas por la demora atraviesa estas nociones y genera así un diálogo con las antes mencionadas, convirtiéndose a la vez en una pieza de importancia para la historia (del cine) nacional, además de estrenarse en un presente político inestable a la hora de hablar sobre los Derechos Humanos.
El enfoque está puesto en Mariano Slutzky y su búsqueda tanto de justicia legal como afectiva. Por un lado tiene respuestas concretas, basadas en recuerdos que son expuestos vívidamente con su testimonio sobre el secuestro y la detención de su padre Samuel Leonardo Slutzky, Sami, en el juicio por los delitos de lesa humanidad ocurridos en el centro clandestino de detención “La cacha”. Por otro lado, el dolor permanente que lo lleva a indagar por qué su hermana y él tuvieron que padecer el abandono de la familia Slutzky, por qué en vez de continuar su infancia feliz al lado de su padre tuvieron que exiliarse a Holanda como refugiados luego de ocurridos los hechos, quedando ausentes del soporte familiar que necesitaban.
Algunas notables coincidencias hicieron que, a pesar de desconocer su existencia, Shlomo Slutzky encontrara mediante las redes sociales a Mariano Slutzky: el apellido, el hecho de ser argentinos exiliados, ambos periodistas de profesión e investigadores del Terrorismo de Estado en Argentina; Shlomo desde Israel, Mariano desde Holanda. Con el encuentro de ambos en pleno centro de Ámsterdam comienza este documental que pronto revela que el padre de Shlomo era primo hermano de Sami, desaparecido en 1977 por las Fuerzas Armadas. Si bien Shlomo no conocía la historia de los hermanos refugiados en Holanda, ocultada durante décadas por la familia Slutzky, desde un primer momento va intentar confraternizar con Mariano, aunque este lo condena con un desgarrador: “llegaste tarde”.
La demora es sin dudas uno de los ejes principales de la película, que abre tres hilos conductores sobre los que se apoya la narración, donde es inevitable preguntarse: ¿Cómo pasó tanto tiempo para que Mariano pudiese declarar legalmente sobre los hechos acontecidos cuando secuestraron a su padre? ¿Por que durante años la familia Slutzky miró hacia un costado y no se hizo cargo de sus culpas y temores? Por último, ¿cómo un represor buscado por Interpol pudo estar tanto tiempo en Israel realizando una vida normal sin ser descubierto y extraditado? Esto último supone el corolario del documental, que esgrime estas tres temáticas y aborda la demora como síntoma de la negación a través de la voz y la línea investigativa de Shlomo. De allí su título, que además reafirma la deuda que el Estado y la sociedad tiene con muchas familias destruidas por la última dictadura cívico militar.
La profesión de periodista de Mariano atraviesa su modo de actuar. Él mismo alecciona a su entrevistador Shlomo acerca de lo concretas que deben hacerse las preguntas, burlándose así mismo de su ser holandés, así como sus hijas lo hacen de su ser argentino. Su determinación y racionalidad es inobjetable, como sus preguntas y acusaciones son claras. Pero se permite dudar, por ejemplo, sobre aquello que movilizó a su padre poniendo en peligro sus propias vidas. Sin embargo, por momentos su rigidez cae a pedazos, como cuando visita el centro de detención donde Sami fue visto por última vez o el Parque de la Memoria, con aquel avión atravesando en primer plano la imagen y el escalofrío que siempre corre al pensar en los vuelos de la muerte.
Mariano no es de aquí ni es de allá, y esa dicotomía es un punto fuerte del documental. El exilio en su pre-adolescencia, el abandono de su familia paterna por miedo, el ocultamiento del que es parte por una condición que es ajena a sus actos. Una sensación que escapa al contexto político que por lo general le adjudican, ya que habla del ser abandonado como una analogía en pequeña escala del desentendimiento general sobre los secuestros y desapariciones de aquella época funesta. “Dejen de llamar, nos ponen en peligro” en el pasado o “entraba en las generales de la ley de ese período” en el presente son frases que escuchamos en el documental, pero que también conocemos diariamente por quienes aún siguen negando la historia.
Las entrevistas que realizan alternativamente Shlomo y Mariano tienen un valor diferenciado, aunque en su totalidad son contundentes. Por un lado los relatos plagados de evasivas de la familia Slutzky, por otro las crónicas de los militantes, compañeros y allegados que verifican que lo acontecido fue de una crueldad sin límites y totalmente en vano. Pero hay referencias que son categóricas, como una de las únicas fotos donde aparece Sami en un álbum familiar: en el compromiso de los padres de Sholmo (esas viejas postales donde los abuelos nos mostraban a nuestros padres jóvenes entre una multitud de primos), aparece su cuerpo cortado por la mitad. Si uno estuviera ante una ficción, podrían pensarse varias teorías acerca de lo que el director pretendió mostrar. Pero ante la realidad las posibilidades son muchas. Puede significar, predestinar o evidenciar, pero en definitiva, no deja de ser un trozo de vida registrado. Este y otros detalles van hilvanando el relato, porque los hallazgos completan una historia que los Slutzky parecen haber querido recortar.
Las violencia ejercida por los representantes de la última dictadura militar generó miles de historias que deben ser narradas y allí el cine es el medio ideal. Pasados ya más de cuarenta años de comenzada la persecución que además de desaparecer personas, con todo el peso de esta palabra, destrozó familias enteras (y puso en evidencia otras), sigue y seguirá habiendo heridas sin cerrarse, sobretodo hechos sin contar o que no podrán ser contados.
El juicio, el encuentro con su primo segundo y la placa conmemorativa fueron hechos tardíos para Mariano, sin embargo el momento del estreno cinematográfico de su historia es exacto, ya que en la actualidad se vuelve indispensable plasmar lo ocurrido. Nunca es tarde para que haya justicia, para rearmar una familia con las generaciones futuras, para hacer memoria.