Versión con el alma a mitad de camino
La novela de Adolfo Bioy Casares en la que se basa esta película está entre lo más logrado del autor, por el modo en que imbrica el fantástico más descabellado con la acidez costumbrista. Pero al film, que es fiel y respetuoso, da la impresión de faltarle algo.
“Parque Chas, un barrio sin esquinas, perdido en el tiempo”, dice un cartel inicial, sobre un plano aéreo de las célebres, laberínticas manzanas de Villa Urquiza que llevan al extravío al visitante ocasional. Adolfo Bioy Casares advirtió, cuarenta años atrás, que ningún otro barrio porteño se prestaba a lo kafkiano como esas calles de recorridos circulares, cuyo diseño, desafiando la geometría euclidiana, las lleva a cruzarse consigo mismas. En esa suerte de isla dentro de la ciudad de Buenos Aires se ubica Dormir al sol, publicada en 1973, pero que transcurre veinte años antes. Más de uno la considera –junto a La invención de Morel y El sueño de los héroes– entre las novelas más logradas del autor, por el modo en que imbrica el fantástico más descabellado con la acidez costumbrista. Tras filmar a comienzos de los ’90 un corto sobre el cuento de Bioy “Planes para una fuga al Carmelo”, desde hace tiempo que Alejandro Chomski (realizador de Hoy y mañana, 2003) quería llevarla al cine. Lo logró, aunque algo parece haber quedado en el camino: a su versión, fiel, concienzuda y respetuosa, da la impresión de faltarle algo.
“Quería hablarle del tema de la adopción”, confía Lucio Bordenave (Luis Machín) al doctor Standle (Enrique Piñeyro), con la clase de envaramiento expresivo que al autor de Historias desaforadas tanto le divertía. “Ah, ¿piensan adoptar un hijo?”, contesta el doctor. “No, un perro.” Como Lucio y su esposa Diana (Esther Goris) no pueden tener hijos, pensaron en un sustituto peludo para aliviar los estados de melancolía en los que ella suele caer. El doctor Standle cree, sin embargo, que la solución la tiene el doctor Reger Samaniego, director del Instituto Frenopático, instalado desde hace poco en la zona. “Le voy a devolver una mujer que es y no es Diana”, le dirá más tarde, no sin pompa, Reger Samaniego (Carlos Belloso) a Lucio, tras una larga internación y la insistencia del marido por recuperarla. Efectivamente, esa Diana no parece Diana. ¿Puede ser que no lo sea? Llegado el punto, Reger explicará a Bordenave en qué consiste la almagración: en la migración entre almas y cuerpos, gracias a los servicios de la cirugía cerebral. Ironía feroz, a la larga Lucio y Diana, que querían adoptar un perro... No, eso no debe contarse.
Chomski, autor de la adaptación, reconvierte la primera persona del original (salvo el epílogo, toda la novela se enuncia como la larga carta que Bordenave escribe a un conocido, desde el encierro) a la tercera persona en la que el cine suele expresarse. Es posible que la pérdida de intensidad que se registra se deba a ese paso, que lleva de la subjetividad a una presunta objetividad. Sin perder el estilo calculado, irónico y distanciado propio de Bioy, la novela se deja arrastrar por la fiebre, la pesadilla, el delirio médico, cruzando romanticismo y ciencia ficción de un modo semejante a lo que el autor había hecho en su momento en La invención de Morel. En la película todo está como atenuado, tanto el escalpelo irónico como el crecimiento de la locura, la paranoia, la descarada derivación al fantástico y lo kafkiano de la que la novela hace gala. Es como si la propia película no hubiera logrado consumar la almagración, quedando el alma del original a medio camino y un cuerpo, el de la película, idéntico a aquel y sin embargo sin ella.
Si del cuerpo del film se trata, no pueden dejar de destacarse unos rubros técnicos renuentes al exhibicionismo, la concisa pero puntillosa reproducción de época y la muy acertada elección del elenco y dirección de actores. Difícil imaginar un Bordenave más Bordenave que Luis Machín, una Diana más quebradiza que Esther Goris, una Adriana María (su hermana) más maledicente y hormonal que Florencia Peña y un perrito más conmovedor que ese cuzco manchadito, que entrega una carta vital y se queda esperando respuesta, los ojos encendidos. Como si dentro de él algo o alguien, un hombre o un alma, hubieran quedado aprisionados para siempre.