Unas pastillas algo difíciles de tragar
En lo que significa su despedida de la pantalla grande, el realizador estadounidense arranca con buen pulso, pero va perdiéndolo con la aparición de subtramas y personajes que diluyen la trama... y hasta pueden valerle acusaciones de misoginia.
Hace tiempo –por lo menos desde su díptico sobre el Che Guevara, cinco años atrás– que Steven Soderbergh viene amenazando con su retiro del cine. Pero parece que ahora la cosa va en serio. Según dice, es cada vez más difícil en Hollywood conseguir financiación para llevar a cabo un proyecto. Y si lo dice él, que ha dirigido casi treinta películas en veinte años de trabajo, entre ellas algunas particularmente exitosas en boletería como Erin Brockovich (2000) o la saga de La gran estafa (2001-2007), adornadas con estrellas de la magnitud de Julia Roberts y su amigo (y muchas veces coproductor) George Clooney, algo de cierto debe haber. Antes de dedicarse al teatro y la pintura de caballete, a Soderbergh todavía le falta estrenar –muy probablemente en Cannes– su telefilm Behind the Candelabra, con Michael Douglas como el escandaloso Liberace y Matt Damon como su amante. Pero es una pena que por ahora la despedida sea con estos Efectos colaterales, una película menor en una filmografía que –hay que reconocerlo– no se caracteriza por contar con demasiados títulos mayores.
Hombre de fidelidades reconocidas (empezando por casa: él suele ser su propio editor y director de fotografía, algo inusual en Hollywood), Soderbergh volvió a colaborar aquí con Scott Z. Burns, el guionista con quien ya había trabajado antes en El informante (2009) y Contagio (2011). Pero si aquellas películas se caracterizaban por su economía narrativa y capacidad de síntesis, no es precisamente el caso de Side Effects, que empieza como un buen thriller y termina complicándose innecesariamente y rizando demasiado el rizo.
El punto de partida es alentador, con la clásica escena de un crimen, no por típica menos promisoria: las profusas huellas de sangre en la moquete de un modesto departamento de Manhattan. A la manera del viejo film noir de los años ’40, que tan bien –y de forma tan onírica– manejaba los flashbacks, el relato se retrotrae a unos meses atrás, cuando Emily Taylor (Rooney Mara, aquí sin tatuajes) se pinta los labios con un rojo profundo equivalente al que acaba de verse en el piso de su casa. Es que va a buscar a su marido, Martin (Channing Tatum), a la cárcel. Pero su libertad condicional no parece hacerla precisamente feliz. Por el contrario, cae en una depresión de la que ya tenía antecedentes.
Es ahí cuando entra en escena el doctor Jonathan Banks (Jude Law), un ambicioso psiquiatra que, no conforme con su agotador trabajo en el hospital, también atiende en su consulta privada y se gana unos dólares extra como asesor farmacéutico. Todo para pagar un lujoso loft en el Soho y el oneroso colegio privado de su hijo. Ya se sabe: Nueva York es una ciudad muy cara. Pertenecer tiene sus privilegios, pero también requiere sus sacrificios. Después de tratar a Emily con una batería de drogas que no hacen sino empeorarla, Banks decide probar con ella un nuevo medicamento del laboratorio para el que casualmente trabaja y que promete ser una nueva panacea universal: Ablixa. La omnipresente publicidad de Ablixa por todo Manhattan no sólo aporta una sensación pesadillesca, como si toda la ciudad viviera drogada. También da una idea de los poderosísimos intereses económicos que están en juego en la medicina contemporánea.
Cuando parece que el guión de Burns va a trabajar en esa dirección, vinculando violencia familiar con ambición corporativa y capitalismo salvaje, de pronto se desvía y empieza a complicarse con otros rumbos y personajes. Del pasado de Emily aparece la misteriosa doctora Victoria Siebert (Catherine Zeta-Jones), que parece guardar más de un secreto (¿Victoria’s Secret? ¿De allí viene el nombre de su personaje?), vinculado no tanto con la historia clínica de su paciente como con sus elecciones sexuales. Las vueltas de tuerca se suceden sin solución de continuidad, los villanos pueden pasar a ser víctimas y las víctimas villanos, con la posibilidad sin embargo de que no todo sea necesariamente así, porque tanto Burns como Soderbergh juegan con cartas marcadas y le hacen más de una trampa al espectador.
Más directa, menos ambiciosa, La traición (2012), uno de los últimos Soderbergh, protagonizado por la experta en artes marciales Gina Carano, probaba que cuando el director decidía divertirse era capaz de sacar agua de las piedras. Y, de paso, que podía hacer una película feminista con un material dirigido a priori al público masculino. Mientras que uno de los efectos colaterales de Side Effects es que no va a faltar quien acuse –con toda justicia– a su película de despedida de misoginia en primer grado.