Side Effects es otro desvío en el largo camino de Steven Soderbergh hacia el retiro. Supone, en relación con sus últimas películas –Magic Mike, Haywire y Contagion-, un compendio de los principales defectos o virtudes de un director industrial muy prolífico que, aún ubicado en las antípodas del concepto de "autor", tiene claras marcas distintivas y se desenvuelve como una de las grandes incógnitas del Hollywood actual.
En el primer contacto presenta a un ensamble de actores al frente de un tema "tabú", como pudo ser el tráfico y consumo de drogas más de una década atrás, lo mismo que el mundo de las escorts -con una ex actriz porno como protagonista- o el de los strippers masculinos, para hacer referencia a trabajos más recientes. Una mirada apenas más profunda encuentra las piezas claves de su fórmula, la cual le ha permitido estrenar una o dos producciones nuevas por año desde 1998. Esto es el desapego para con sus películas, el conformismo de un filmar canchero –ideal para una trilogía como la de Ocean’s- con el que parece decirle a la crítica que si él lo hubiese querido, lo hubiera hecho mejor. Su enfoque clínico no siempre lo deja bien parado, pero en aquellas películas que se benefician de él, funciona. Desde ya que lo hacen "hasta ahí"... de un tiempo a esta parte quedó claro que no habría otra gran película de Steven Soderbergh, pero porque él tampoco parece quererlo.
En esta nueva entrega, quizás la anteúltima de su carrera y la última que vea una sala de cine siendo que Behind the Candelabra es para HBO, hay dos instancias claramente definidas en las que se conjugan los dos aspectos arriba mencionados del director. La primera parte, dedicada a hacer un estudio metódico de la sociedad de pastillas en la que se vive, con planteos a la industria farmacológica, se desenvuelve muy bien. En cierto sentido similar a Contagion –con la que comparte guionista- desde su enfoque frío y distante, triunfa a un nivel micro donde la otra caía con un estruendo desde lo macro.
Aquí encuentra a una Rooney Mara con un sólido retrato de una joven víctima de una fuerte depresión, a un Jude Law que prueba haber hecho la transición actoral de seductor irrecuperable a adulto responsable con la mayor solvencia posible –como se vio en Anna Karenina-, y a un Channing Tatum –último fetiche del director- como una suerte de repetición de su Magic Mike, el agradable bonachón que hace algo moralmente incorrecto –ilegal, en este caso- para lograr salir adelante. Clave es el papel de Catherine Zeta-Jones, comodín que participa a ambos lados de la mesa las peores etapas de la partida.
Su rol cobrará más peso a partir de que Soderbergh y Scott Z. Burns, el autor del guión, jueguen a ser Hitchcock y dejen que lo construido durante la mitad de la película empiece a cobrar menos peso. Casi pidiendo perdón a las farmacéuticas, el foco de atención pasa a ser la conducta de los psiquiatras, mientras se indaga en un misterio que va más allá de lo imaginado. Si bien suele ser un cumplido el afirmar que en una trama de suspenso no se supone lo que va a venir, en el caso de Side Effects es un arma de doble filo. Es una sorpresa permanente, si, pero también lo es porque los realizadores escribieron un argumento "desmontable". Como si se tratara de piezas de ensamblaje, se forma una estructura dramática que se sostiene por su cuenta, pero que vira de tono completamente a raíz de la incorporación de un acoplado de suspenso prefabricado, con revelaciones cada vez más hiperbolizadas y con el recurso gastado, empleado sin el mejor tino, de revisitar todo aspecto de la película pero desde otro ángulo.
Con un tiro por elevación, Sodebergh conseguía desde un caso pequeño una crítica generalizada y lo hacía con éxito. El perder de vista el panorama más amplio para indagar más profundo en lo particular, lo lleva a desperdiciar mucho de lo conseguido en pos de un thriller de fórmula. Y ese es el verdadero efecto colateral.