Un Ed Wood de la pampa que filma por los pueblos
Hasta ahora se sabía de la existencia de “Cine con vecinos”, iniciativa que los cineastas Fabio Junco y Julio Midú vienen llevando adelante desde mediados de los años ’90 y que apunta a la producción de films en la ciudad de Saladillo. Pero no se conocía a Daniel Burmeister, quien a los 68 años tal vez sea el primer artista cinematográfico de la legua. Como Junco y Midú, Burmeister filma con la propia gente del pueblo, a los que además de actuar les pide que colaboren con el casting, que lleven la cámara, que vendan boletos. Pero no lo hace en una ciudad, sino en todas a las que su destartalado Dodge 1500 rojo le permita llegar. Al influjo de su quijotesco protagonista, El ambulante –premiada, entre otros festivales, en la última edición del Bafici, donde ganó el Premio del Público– pone el género “cine dentro del cine” bajo una lupa de entrecasa, lúdica y naïf.
“Del cerro vengo bajando”, canta Yupanqui, acompañando la llegada y partida de Burmeister. Simetría clásica que abre y cierra El ambulante con una cita de lo más pertinente: la errancia de este descendiente de alemanes hace de él el posible protagonista de alguna zamba de Chavero. De barba corta, hablar levemente atropellado y entusiasmo indeclinable, Burmeister es de esos tipos que antes de hacer lo que hicieron hicieron de todo. Escultura, carpintería, enseñanza del francés, títeres, viajes, manualidades varias. “Uy, esto está medio jodido”, dice, revisando el motor del auto, y la cámara muestra un radiador hecho pedazos. “Mañana le pongo un poco de poxipol”. Y va y se lo pone. “Llegó a decirme que estaba pensando en fabricarse un chasis de madera”, cuenta el intendente de la pequeña ciudad cordobesa de Benjamín Gould.
Es en Benjamín Gould, a unos kilómetros de Río Cuarto, donde los realizadores Eduardo de la Serna, Lucas Marcheggiano y Adriana Yurcovich filmaron a Burmeister filmando. Posible inventor de lo que podría llamarse “repertorio de guiones”, el hombre tiene cuatro o cinco fijos y los filma de pueblo en pueblo. El que toca esta vez es Matemos al tío, comedia negra con prestamista odioso, deudores en fuga, aparecidos, enriquecimientos afortunados y un féretro que se abre por el camino. “¿Querés actuar en una película?”, pregunta el entrepreneur. “Tenés que hacer de muerto. La tapa del cajón queda abierta.” Burmeister no se achica: el rodaje incluye escenas de riesgo, una carreta de colección, el carro de bomberos, un travelling en manta y otro en bici. “¡Qué bien que filmo!”, dice como para sí el Ed Wood de la pampa, mientras edita en video. La proyección es un éxito. Medio pueblo se hace presente y los rostros de asombro, sorpresa y alegría no mienten. A Burmeister le queda la plata de las entradas. “Ahora tengo que filmar cinco o seis más en cuatro meses, para pagar las deudas”, dice y se va.
Si se habla de Ed Wood, es en sentido timburtoniano: más de uno quisiera, como Burmeister, cambiarle la cara a un pueblo. Incluidas sus autoridades: en Matemos al tío, al secretario del intendente le toca hacer de cartonero. Como en los comienzos del cine, este pionero involuntario hace del rodaje una fiesta, un jolgorio, una aventura. Como en la infancia del cine, se diría: hay mucho de juego infantil en las risotadas que el realizador y los vecinos intercambian. La tríada De la Serna-Marcheggiano-Yurcovich filma sus andanzas con limpieza, concisión y montaje elíptico y preciso (ellos mismos la editaron). El ejercicio de una distancia cómplice les permite ponerse a salvo de la burla porteño-céntrica, pero también de la miniépica populista. No inflan a Burmeister a la condición de héroe cotidiano, historia de la Argentina secreta o algo todavía más horrible y ejemplar: modelo a seguir. En lugar de eso lo piensan como un tipo que hace lo que le gusta y es capaz de contagiarlo. Yupanqui lo llamaría piedra y camino.