Lo que hace a El ambulante mejor que mucho de ese cine que se nutre de los actores vocacionales o que posa su mirada sobre el ciudadano común en vínculo con el séptimo arte, es que no se pone por encima de nadie.
No sé en qué lugar está escrito que una película no puede ser simpática o que al menos esto no debe ser un valor a tener en cuenta. Pasa que me crucé con varias voces que me señalaron que El ambulante de Eduardo de la Serna, Lucas Marcheggiano y Adriana Yurcovich era sí, simpático, pero carecía de mayor interés. Muchachos, para pedantes ya están algunas películas, sentémonos, disfrutemos y gocemos cuando algo está bien hecho, por más que sea “sólo” simpático. El ambulante se centra en Daniel Burmeister, una especie de realizador lo-atamo-con-alambre, que viaja pueblo por pueblo filmando películas con la gente, a cambio de comida y alojamiento. Nada más que eso pide Burmeister que es un señor muy entrador, muy simpático y al que de la Serna, Marcheggiano y Yurcovich siguen atentamente, también seducidos por su magnetismo 50 % real y 50 % producido.
A ver, acepto que se cuestione la “simpatía” cuando se nota la manipulación y, además, cuando esto se hace en pos de traficar otras cuestiones mucho más complejas. Pero en El ambulante nada hay más lejos de querer aprehender al público a fuerza de dorarle la píldora o venderle espejitos de colores. Lo que tenemos es indudablemente un personaje magnético, pero el punto de vista de los realizadores no es ingenuo: si bien se saluda con agrado esta necesidad de hacer cine por el hecho de hacerlo, de tener una pasión y mantenerla de alguna forma, también hay espacio para pensar cómo Burmeister logra sus objetivos; cómo es, después de todo, un vendedor (y de ahí otra posibilidad del “ambulante” al que hace referencia el título) ofreciendo un producto. Que este producto sea cine, que resulte una forma artesanal y que provenga de la falta de prejuicios son aditamentos necesarios para el cuento, pero que no desvían la mirada de lo que Burmeister es.
Y, finalmente, lo que hace mejor a El ambulante, mucho mejor incluso que ese cine que se nutre de los actores vocacionales o que posa su mirada sobre el ciudadano común en vínculo con el séptimo arte (y pienso en TV Service de Cohn y Duprat, y en Estrellas, de Federico León y Marcos Martínez), es que no se pone por encima de nadie. De la Serna, Marcheggiano y Yurcovich ponen la cámara a la misma altura que el resto y se sorprenden como lo hacen los habitantes del pueblo cordobés donde el protagonista ha ido a rodar. Sólo así, cuando finalmente la película en cuestión se estrene y la gente se vea a sí misma en la pantalla, se generará una extraña comunión entre lo observado y el que observa. La gente se ríe de sí misma, se divierte, aplaude, celebra; se siente importante por un momento. Ahí está el mayor acierto de este documental: que nutriéndose de un montón de elementos prosaicos y pasibles de caer en el ridículo, los respeta y rescata como una rareza pero nunca como un show de freaks. Y también, claro, que es muy simpático.