Los títulos de El ardor dejan entrever rápidamente la película que está por comenzar: el plano aéreo de una isla, unos fuegos dispuestos misteriosamente, la tipografía clara y contundente; todo nos informa de un cine vital, móvil, sanguíneo, incluso antes de que empiece el relato. El ardor es un western que no teme imitar la iconografía y las convenciones del género: el cine argentino, salvo por algunos estrenos de los últimos años, prácticamente carece de westerns, y a Fendrik no le tiembla el pulso cuando tiene que filmar a un montón de hombres taciturnos y peligrosos que se arrastran por la selva misionera con órdenes de aterrorizar y conseguir que un colono venda sus tierras, como podría ocurrir en más de una película de John Ford (la escena inicial, aunque distinta, remite en parte al principio de Más corazón que odio). Pero lo que importa acá no es la filiación con el western: se sabe, porque además está de moda decirlo, que el hecho de tomar la estructura y los lugares comunes de un género no garantizan el éxito y mucho menos una lectura interesante del original. Por eso es que, más allá de la gramática de la que se apropia el director, El ardor narra sin preocuparse por la fidelidad de la copia o por el respeto a quién sabe qué canon. La película puede dedicarse a contar sin ataduras y, a su vez, también es capaz de citar al pie de la letra planos de spaguetti western como si estuviera jugando, como pasa en esa imagen estilizadísima de los asesinos a sueldo que van poblando el encuadre hasta llenarlo.
Después de una primera película que prometía como El asaltante y de una fallida como La sangre brota, Fendrik insiste con algunos temas pero prueba cosas nuevas: la violencia y la crueldad son nuevamente el combustible que echa a andar los motores subterráneos de la historia, pero ahora, bien lejos del realismo de corte social que surgía en la ciudad de su film anterior, la selva se transforma en una geografía ideal, mítica en la que el director puede ensayar distintas formas del que parece ser uno de sus motivos preferidos: el desafío a muerte.
Los planos y el peso del relato descansan mayormente en las actuaciones, y en especial en el trío de villanos compuesto por Claudio Tolcachir, Jorge Sesán y Julián Tello. Cada uno se adueña de un estereotipo y lo explota lo más que se puede: Tolcachir es el jefe sanguinario pero justo, Sesán el lugarteniente leal pero preso de sus deseos, y Tello el inexperto que trata de ganarse el respeto de los otros. De alguna manera, las interpretaciones y la dinámica interna del trío generan algo así como un centro gravitacional que atrae hacia ellos todo el interés y en parte nos hace olvidar de los personajes de Gael García Bernal y Alice Braga. Un poco como en Sed de mal, acá también el héroe es construido con una nobleza y una pulcritud que no parecen pertenecer al universo del relato; en una película increíblemente física, el chamán justiciero de García Bernal acaba perdiendo carnadura al punto de convertirse en un extranjero que parece llegar desde afuera (de la película, del verosímil del género) y nunca pasar a integrar realmente la historia. Los malos comandados por Tolcachir, en cambio, participan plenamente de ese entorno salvaje y mortal.