Cacería cruzada en la selva misionera
Exhibida por primera vez en la última edición del Festival de Cannes, la película confirma el interés de su director por lo alterado, lo implosivo, las atmósferas asfixiantes y las criaturas lacónicas, aquejadas por un malestar casi metafísico.
“¿Pablo Fendrik, cineasta de la violencia, la inquietud, lo que no encaja?”, escribía en estas mismas páginas el periodista Horacio Bernades en ocasión del estreno de La sangre brota, en mayo de 2009. La pregunta tenía su razón de ser, ya que tanto aquel padre lanzado a la búsqueda de una importante suma de dinero como el director de una escuela que protagonizaba El asaltante estaban imbuidos en sendos tour de force emocionales y físicos. Podía entreverse, entonces, una serie de continuidades estilísticas, temáticas y actorales (la presencia del gran Arturo Goetz) que permitían validar una matriz creativa común y, con ella, una inclinación de la balanza hacia una respuesta positiva. Exhibida por primera vez en la última edición del Festival de Cannes, El ardor es la confirmación de un interés manifiesto de Fendrik no sólo por parte de todo lo anterior, sino también por lo alterado, lo implosivo, lo latente, las atmósferas asfixiantes, las criaturas ominosas, lacónicas y aquejadas por un malestar casi metafísico. La respuesta, entonces, es un sí tan grande como la pantalla.
El ardor se presenta como una propuesta tan misteriosa como ese hombre de ascendencia indígena (Gael García Bernal) y constituido como héroe digno de un western. De naturaleza solitaria y errante, lacónico pero seguro, ajado por un pasado poco venturoso del que apenas se revelarán retazos, vagabundea sin rumbo aparente por la selva misionera hasta dar con una pequeña parcela dedicada a la explotación tabacalera habitada por un padre y su hija (Alicia Braga). Ellos están intranquilos: saben que próximamente llegará un grupo de matones (Julián Tello, Claudio Tolcachir y Jorge Sesán) dispuestos a todo con tal de que el propietario firme un boleto de compraventa. ¿Por qué a ellos? ¿Quién los manda? ¿Cuáles son los intereses económicos en juego? Fendrik es lo suficientemente elusivo como para nunca recargar las tintas sobre las motivaciones detrás del “negocio”, pero puede entreverse la presencia de algún poderoso dispuesto a expandir su dominio territorial. ¿Crítica política? Velada y sugerida, como toda buena película anclada y segura de su contexto. ¿Fábula ecologista? Esbozada pero sujeta a la interpretación de cada espectador.
Una vez cerrada la transacción forzosa, el trío decide filetear al padre a machetazo limpio y secuestrar a la chica. El visitante, cuyo nombre nunca se menciona pero en los créditos finales se lo bautiza como Kai, iniciará la marcha para su rescate y con él Fendrik comenzará el desarrollo de una cacería mutua en la que los roles gato y ratón se alternarán plano tras plano, dando pie, además, a un ahondamiento en las características personales de Kai –sus ribetes animalescos, la espiritualidad, lo pulsional de sus actos– y en la dinámica grupal del enemigo. Que todo esto ocurra en medio de una frondosidad vegetal genera no sólo una complejidad física en los movimientos y la logística persecutoria que el film traduce en una cámara cercana y nerviosa, sino que le permite al realizador poner en primer plano cuestiones subrepticias en su filmografía previa, como la hostilidad y lo inhóspito. El problema con la flamante geografía es que también sirve como puntapié para una serie de cosas hasta ahora inéditas, con el misticismo y la gran carga simbólica de los distintos elementos a la cabeza. En ese sentido, El ardor encuentra filiación directa en Los salvajes, de Alejandro Fadel, otra película que hacía de su geografía un disparador para la espiritualidad y el autodescubrimiento de los protagonistas. El resultado, en ambos casos, es similar: relatos seguros, ominosos, despojados y secos, que por momentos se empantanan en sus ambiciones de trascendencia.