El ardor del paisaje
Es notable cómo algunos directores que hace poco más de una década revitalizaron el cine argentino con sus primeros largometrajes (Pablo Trapero, Lisandro Alonso) han comenzado a filmar coproducciones con actores de renombre internacional y acercándose al cine de género. Es lo que hace Pablo Fendrik (1973, Buenos Aires) en su tercer largometraje, que –más allá de sus valores ciertos y también de sus defectos– luce estética y temáticamente como un prototipo del cine latinoamericano que se espera ver en los festivales internacionales.
En El ardor hay un joven misterioso (Gael García Bernal), supuesta criatura mítica, probable encarnación de un animal, que deambula por la selva misionera. Tanto los mercenarios con los que se enfrenta como el grupo familiar que defiende (el cual comprende a una linda muchacha interpretada por la brasileña Alice Braga, que viene de Ciudad de Dios, Elysium y otras) son personajes estándar. Igualmente previsibles son los intereses en juego. La combinación de salvajismo, sensualidad, abuso de poder e injusticia social responde, precisamente, a cierta visión que se tiene de nuestra región: por eso la película parece más un producto calibrado que una espontánea visión de su guionista-director sobre un tema en particular.
El estilo de El ardor es diferente a las anteriores El asaltante (2007) y La sangre brota (2008). Aquí no está la cámara acompañando y acosando a los personajes sino que, la mayoría de las veces, los observa acomodándose reposada, parsimoniosamente. Con encuadres esmeradísimos, fundidos encadenados y delicados movimientos, Fendrik envuelve y abstrae al espectador. Respecto a su obra previa su trabajo de dirección es más preciso, aunque también impersonal, sin eludir clisés como el ralenti en el momento en que un personaje es asesinado.
El instinto que deriva en forcejeos violentos, los baños en el río, los encontronazos pasionales en medio de la selva, remiten a tantos ejemplos de cine argentino sexplotation con Isabel Sarli o Libertad Leblanc, claro que no sólo Alice Braga es menos exuberante (y muestra sólo la espalda) sino que, además, hay aquí una elegancia formal y aires de importancia que aquellas no tenían. Por otra parte, la recurrencia a mitos litoraleños –que se hace explícita con leyendas que aparecen al comienzo y al final del film– asoma sin la riqueza de títulos como La hora de María y el pájaro de oro (1975, Rodolfo Kuhn) u otros más recientes de Gustavo Fontán o Paulo Pécora, por ejemplo.
A El ardor debería vérsela, en realidad, como una historia de aventuras y supervivencia plasmada con profesionalismo, y así pueden encontrársele valores. El artificio (efectos especiales incluidos) funciona y los guiños al western no incomodan. Pero la solemnidad, los gestos circunspectos, las frases afectadas y la música excesiva no le sirven para adquirir densidad dramática o mayor trascendencia.
Tal vez lo mejor que pueda hacer el espectador de El ardor sea rendirse ante la belleza salvaje del paisaje, sus colores encendidos, el roce con la frondosa vegetación y el asedio del sol y de la lluvia, que Fendrik registra con delectación y se perciben más allá del exotismo for export.