Duelo al sol.
El western, el género por antonomasia, siempre tiene algo que decir. Sea en clave directa bajo la estructuración de todos sus rasgos o la parodia, de la cual se pueden desprender al menos dos tipos: aquellos que respetan la esencia y los que se posan sobre un falso umbral de superiodad, el caso de Seth MacFarlane. El Ardor, opus tres de Pablo Fendrik, viene a buscar un lugar en la columna de los westerns más clásicos, aunque sin atarse a gran parte de los elementos característicos del género. El protagonista es un hombre misterioso (y hasta místico) que llega del medio del monte misionero hasta un rancho asediado por unos bandidos que pretenden apropiárselo con fines comerciales relacionados con la tala y el avance industrial acechante sobre paisajes naturales. La primera de las conexiones con El Jinete Pálido (1985) de Clint Eastwood se evidencia en esta llegada de un personaje que bordea lo metafísico y en la defensa de la tierra, un motivo de varios ejemplares del género madre de todos.
Bajo una estructura narrativa clásica de situaciones y acontecimientos, El Ardor maneja los tiempos internos sin temerle a la sensación de pesadez en el estiramiento (necesario) de sus escenas ni tampoco a la escasez de diálogos, que se transforma en una de las cualidades de los personajes de Gael García Bernal y de Claudio Tolcachir (un villano de antología), protagonista y antagonista respectivamente. En el primero está ese misticismo mencionado, el cual robustece las acciones, mientras que en el villano -actante piramidal del género- hay un tono monocorde; constructor de una malicia subliminal. La tensión entre buenos y malos siempre tiene matices y es allí donde radica la belleza particular de aquellos films que deciden alterar, al menos levemente, el curso de los mandatos genéricos. En El Ardor se halla tal condición en la presencia más cercana para el público latinoamericano de un escenario hostil porque la selva misionera surge como amenaza (para los villanos) pero a la vez como un lugar imperioso de ser preservado (para los buenos), aunque lo interesante que se desprende de la historia es que ninguno tiene el derecho de posesión sobre el entorno natural.
Luego de su ópera prima, la epidérmica El Asaltante, y del archipiélago de personajes desgarrador de la brutal La Sangre Brota, Fendrik expande su poder como cineasta en esta producción internacional, en función de un cine que no se define por el género más puro ni tampoco por el camino tomado por muchos de sus contemporáneos en la era post Nuevo Cine Argentino. Su tercera película es independiente porque mientras que sus predecesoras funcionaron de manera simbiótica (la demora en la realización de la segunda permitió que se hiciera la primera como un ejercicio casi guerrillero en las formas de filmar), aquí el salto de calidad no solo está en el manejo de recursos inéditos en su filmografía por la coproducción internacional sino también en la audacia de trabajar bajo los cánones del western, en un intento por acercarse a un público masivo, del cual una gran proporción seguramente hará el camino inverso y rastreará sus películas anteriores. En el cine de Pablo Fendrik hallamos esa simbiosis entre el género -bastardeado aún más durante este 2014- y la identidad autoral que siempre parece pender de un hilo por no hallar alguna cobija en el circuito comercial: probablemente él sea quien ocupe el lugar dejado trágicamente por Fabián Bielinsky. El Ardor es, sin dudas, el despertar de una nueva etapa en el cine nacional.