El western de acá
El comienzo de El ardor (y por “el comienzo” entendamos a unos largos y buenos minutos) es ejemplar: todo transcurre casi sin diálogos, con planos extensos y personajes indefinibles. De repente un disparo corta la paz audiovisual. Un disparo que sale de la nada, sorprendente; de la oscuridad más allá de los pastizales de esa selva misionera donde El ardor transcurre. Ese disparo, la violencia en sí, llega a la película de Pablo Fendrik para subvertir no sólo el orden de relaciones que hasta ese momento se daba entre los protagonistas, sino también para descolocar el sentido cinematográfico que sus imágenes venían transmitiendo hasta entonces: es desde ese momento que El ardor pasa de cierto misticismo agreste latinoamericano al clasicismo del western Americano, pero en vez de hacer un pasaje entre géneros, estéticas y tonos, prefiere una mixtura que la hacen más original y, en su ambición, un poco fallida. Pero igualmente excitante y trepidante, aún con sus complicaciones.
Fendrik es alguien que ha tenido desde siempre un vínculo fuerte con un cine donde la violencia es fundamental, y es también un formalista. Pero no un formalista que estetiza la violencia (y por ende la banaliza), sino alguien que utiliza esos recursos visuales y narrativos para canalizar esa sangre que brota en sus films y permitirle otro tipo de impacto. En El ardor, la acción es brutal: hay machetes, hay moto-sierras, hay balazos profundos. Y sangre, que sale profusamente de las heridas. Como un Cronenberg selvático, Fendrik trabaja la violencia como emergente de emociones más cerebrales y menos emotivas: los villanos atacan por motivos monetarios, son mercenarios al servicio de un poder mayor que desea arrancar de cuajo a esos lugareños; los héroes defienden su espacio, pero son inteligentes y astutos, nunca impulsivos. Ese choque está trabajado narrativamente de manera lúcida: es esta una película de acción con pocos diálogos, pero que construye sus eventos con una progresión envidiable contradiciendo la quietud que muchos verán en una película con muchos planos contemplativos.
La superficie de El ardor es un western hecho y derecho (el héroe que llega de la nada; los duelos; el enfrentamiento final; la chica en cuestión; la mística del hombre solitario), pero hay un par de elementos que tuercen ese destino y le aportan su mirada moderna: en primera instancia, hay más planos cerrados que abiertos, lo cual tiene una fundamental concordancia con la búsqueda climática que emprende Fendrik. El sonido -especialmente el sonido- tiene un gran vínculo con esos planos cerrados que van llevando el relato hacia cierta introspección, que se enlaza con esa Latinoamérica mítica que decíamos antes y con la presencia de lo natural. Y por otra parte hay que destacar que el enfrentamiento entre civilización y barbarie que el western proponía -mayormente en sus orígenes y antes del bienvenido revisionismo del género- es aquí invertida: la barbarie la representa el hombre de razón, mientras que la civilización es ese lugareño en constante contacto con su entorno, su espacio, su lugar. Es donde ingresa la línea más política del film, que es también un tanto obvia pero tampoco demasiado subrayada.
Evidentemente Fendrik es también un director ambicioso. Su película -una coproducción con Brasil- aprovecha los favores de la gran producción para un rodaje en plena selva y la presencia de un elenco internacional, con el mexicano Gael García Bernal y la brasileña Alice Braga permitiéndole una exhibición mayor a nivel global. Lo interesante en Fendrik es que como pocas veces en el cine nacional se justifica todo esto, con una coherencia notable: nada hace ruido, nada se supone forzado, ni siquiera cae seducido a los encantos del pintoresquismo o la postal for export sudamericanista. El ardor es una película que sucede en esa línea que comenzó a trazar Fabián Bielinski, especialmente con El aura: un cine de impacto hacia el gran público, pero que no olvida los signos autorales. Algo que aún hoy sigue siendo poco usual para el cine argentino.
Hay que reconocer, no obstante, que por momentos la ambición del director queda un poco expuesta. En esa apelación a un género con tanta historia como el western, algunas apuestas funcionan y otras no tanto. Por empezar los diálogos, muy marcados y con una elección de tono en la actuación que le resta verosímil al producto final: diálogos susurrados, algo afectados e impostados, que pertenecen a otro registro y que aquí resultan implantados torpemente. Si el western tenía un componente de parquedad evidente en las actuaciones, este surgía espontáneamente y no de manera tan artificial como se lo siente acá. Y hay secuencias de acción, como la huída en bote pero fundamentalmente la del ataque final, que pierden fuerza por decisiones de puesta en escena que no ayudan a sostener la tensión que en otros momentos la película sí logra: salvo el duelo, toda esa secuencia última sobre la que se había sobrecargado de expectativa, es desprolija y apurada, sin el timing ni la astucia anterior. Ahí es donde la ambición del autor le gana a la fluidez del noble artesano (muchos western fueron hechos por artesanos antes que por grandes autores), donde la preferencia por el montaje o encuadre efectista atenta contra la narración, y El ardor luce más calculada que original.
Son aquellos defectos los que le restan impacto a una película que, no obstante, produce una cantidad de estímulos audiovisuales enorme. El ardor es de esas películas que, en cantidad, logran que el cine industrial de cualquier país supere la línea media y se instale como una referencia deseable. Cine con aliento masivo, pero con ideas y personalidad.