Un western en Misiones
La película El ardor, protagonizada por Gael García Bernal, es un filme ambicioso y solemne que se queda en las imágenes de la selva.
El ardor es tan ambicioso como Relatos salvajes, pero el filme de Pablo Fendrik es más personal y no milita en el desprecio. Como sucede con la película de Szifrón, éste cuenta con estrellas internacionales: Gael García Bernal y Alice Braga son rostros universales (y hermosos); los planos ampulosos tampoco faltan: la panorámica aérea inicial sobre la selva misionera es la primera evidencia, y habrá muchísimos contrapicados para registrar el espesor de la selva y su ecosistema frondoso.
La historia es prácticamente un bosquejo: por mucho tiempo los moradores de la selva misionera han trabajado su tierra, pero también desde siempre han tenido que enfrentar peligros. La amenaza de antaño tal vez se trataba de los colonos europeos, la de hoy se circunscribe a una mafia regional que buscar anexar por la fuerza más tierras a su favor. La primera escena dramática pasa por un apriete: un campesino tendrá que firmar un boleto de compra-venta. Si no lo hace, su vida estará en juego, aunque para los forajidos de turno ni la palabra ni la ley tienen peso. Se quedarán con la tierra y se llevarán a la hija del viejo propietario.
Existe, aparentemente, una antigua tradición de la región según la cual frente al peligro se invoca la protección de los ríos. De esas aguas espesas y marrones emergerá el personaje sin nombre, sin zapatos y sin camisa (aunque tatuado) encarnado por García Bernal. ¿Es él una fuerza telúrica hecha hombre? Un poco guerrero, un poco chamán, este hombre misterioso, capaz de meditar fumando pipa en medio del peligro, puede hasta comunicarse con las bestias, aunque no se privará de ciertos placeres más propios de mortales. Lógicamente, el héroe mesopotámico luchará contra los malos y protegerá a los débiles.
A diferencia de la tradición del western, que siempre está en consonancia con la historia de una nación, la lenta imposición civilizatoria sobre el imperio de la fuerza y el anarquismo tribal, y la invención de las leyes (lo que también hace de ese género un laboratorio experimental de la moral en la vida anímica de los personajes), en El ardor es la superstición y la alusión difusa al mito lo que contextualiza el enfrentamiento de los personajes. De lo que se predica una suerte de apelación universal a la lucha entre el bien y el mal en su grado cero de exposición, y por lo tanto a una moral pueril de supervivencia. Primitiva abstracción que se combina poco felizmente con el kitsch folklórico acompañado de música de cuerdas y parlamentos telegráficos.
El ardor alcanza su mayor esplendor en los últimos minutos. El mejor Fendrik, el mismo que hizo ese pequeño gran filme llamado El asaltante, se da el gusto de poner en escena un espectacular duelo, como si estuviéramos viendo una película de Sergio Leone, aunque la secuencia, hermosa en su materialidad, no detiene la fatal tendencia a la solemnidad que somete el filme, de principio a fin, a una amable ridiculez.