EL ARTE, MÁS ALLÁ DE LA GUERRA
Cuando hace poco más de una década asomaron El tigre y el dragón (Ang Lee), Héroe y La casa de las dagas voladoras (ambas de Zhang Yimou), las artes marciales comenzaron a salirse del molde del cine clase B de mera acción física para combinarse con los efectos especiales y los virtuosismos técnicos y estéticos del cine arte (uno de los tantos cruces y mutaciones que sufrieron los géneros cinematográficos en los últimos años).
Lo de Wong Kar Wai (1956, Shangai, China) en El arte de la guerra es parecido pero diferente: echa una mirada sobre míticas figuras del género (Ip Man, mentor de Bruce Lee, y su propio maestro Baosen) sin desdeñar frenéticas luchas cuerpo a cuerpo, pero lo hace con su propia concepción del cine. El recorrido por la historia de estos pesonajes y de China –el film transcurre durante los años ’30 y ’40– termina resultando, finalmente, algo parecido a estar viendo, todo el tiempo, momentos reales o imaginarios por un calidoscopio.
Quien haya visto cualquiera de las películas de Kar Wai (como las inolvidables Con ánimo de amar y Felices juntos, filmada en 1997 en varios lugares de Argentina) sabrá que lo suyo es puro estilo, experiencia sensorial, piezas refulgentes ligadas de manera casi videoclipera. Toda El arte de la guerra es una sucesión de cerrados planos muy breves generalmente con la cámara inclinada, algunos fugaces travellings, tomas en ralenti y un despliegue escenográfico que no se basa en la acumulación o en el lujo sino en el ejercicio de un minucioso trabajo de composición, con los bordes de puertas o ventanas, carteles luminosos y cortinas de cuentas de colores contribuyendo a un barroquismo que seduce al espectador sin comprometerlo afectivamente y, al mismo tiempo, estimula la dispersión.
Queda claro que al realizador le interesan menos los viriles combates o los cambios políticos y sociales (hay fragmentos documentales que irrumpen como interferencias en un sueño) que lo que sienten sus personajes o, más aún, la belleza plástica que puede lograr enmarcándolos, ensombreciéndolos, acercando la cámara a sus rostros o sus cuerpos.
El plan satisface a medias, y ni la música trepidante ni los textos explicativos que aparecen cada tanto ayudan a darle vida a esta filigrana. De hecho, no llega a entenderse del todo lo que pasa o lo que se cuenta, lo cual no sería un problema en un film deliberadamente antinarrativo o entregado al lirismo romántico, como ocurría en Con ánimo de amar. Por ello, las más de dos horas de duración terminan siendo un lastre.
En el saldo positivo del balance quedan momentos de cegador esplendor visual gracias a los trucos de Kar-Wai y su fotógrafo Philippe Le Sourd, y la búsqueda por transmitir, eventualmente, vívidas sensaciones: el paladeo de una taza de té o de una cucharada de sopa, la fragancia de una espiral encendida, las caricias a un tapado de piel, el contacto con el agua y la nieve atravesando sitios hipnóticamente artificiosos. Destellos de vitalidad en medio del frío moisaco.