Espíritu de simetría
Volvió Wong Kar Wai, con su estilo único (por más que se lo copien) que le ha valido calificativos que van de magistral a clipero. Con una película de artes marciales que explicita su interés por el arte y su desinterés por lo marcial. Con sus trucos de desilusionista. Con su manera de adaptar la historia (y la Historia) a sus obsesiones de siempre. Con un inicio que amaga a parecerse a El tigre y el dragón y un cierre que se acerca mucho más al espíritu de Con ánimo de amar y sus sinuosas secuelas. Volvió Wong Kar Wai, horizontal y vertical. La excusa es conocer la “verdadera” historia de un célebre maestro de kung fu, mentor de Bruce Lee. Pero el resultado es casi el mismo de siempre: melodrama y esteticismo seductor a puro plano detalle y ralenti. Como diría Reneé Lavand, No se puede hacer más lento.
O quizás si. La última media hora abandona por completo las peleas y se concentra en los desencuentros amorosos, esos que el director manipula como nadie, mostrando a la vez su probada capacidad de fascinar y sus caprichos.
Pero antes se cuenta la vida de Ip Man (una vez más el protagónico es de Tony Leung), gran Maestro de artes marciales del sur de China en los años ´30, cuyo ascenso queda sepultado por el peso de los hechos históricos. Su talento lo vuelve invencible hasta que la invasión japonesa previa a la Segunda Guerra (y todo lo que vino después) arrasa con su vida casi perfecta, y deriva en su exilio en Hong Kong, en donde se dedica a enseñar su arte y a intentar sostener una relación imposible con la hija de su propio maestro (Zang Zhiyi, de reconocible experiencia en este tipo de roles). Se conocen peleando. Wong Kar Wai llega al extremo de volver romántica esa escena de acción y es muy curioso ver como opera ese cambio interno de género, con una coreografía que desnaturaliza el inicial planteo deportivo hasta que ambos contendientes, literalmente, caen enamorados. Allí podría estar resumido todo su cine.