El director de El día de la bestia y Muertos de risa regresa con El bar, una nueva comedia negra que lleva su impronta visual y narrativa pero que agota sus ideas rápidamente.
Después de varios títulos desparejos, Alex de la Iglesia regresó al humor más puro y grotesco español con Mi gran noche. El film de 2015, protagonizado por Raphael, había mostrado a un de la Iglesia inspirado, casi felliniano. Personajes patéticos pero queribles en medio de seres grotescos y oscuros. Acción y humor negro que se acercaba al tono absurdo de sus primeras y mejores obras como El día de la bestia, Muertos de risa y La comunidad.
Y si bien muchos vaticinaban que podía tratarse de un regreso a las fuentes y que este iba a ser el camino que el director -que empezó a tropezar a partir de 800 balas (que no era floja sino un poco decepcionante) y que tuvo su máxima caída con Balada triste de trompeta (con un oasis en el medio llamado Crimen ferpecto)-, iba a retomar, El bar es una prueba de lo opuesto. O al menos, lo es en su segunda mitad.
La acción comienza una mañana en una ruidosa calle de Madrid. Personajes no del todo agradables -un vagabundo religioso con ideas apocalípticas, un comerciante chanta, un ex policía borracho- forman parte de la fauna cotidiana del bar. Cuando uno de los clientes intenta salir recibe un tiro directo a la cabeza. Otro hombre intenta ayudarlo y, también, es alcanzado por una bala. Al poco tiempo, las calles están vacías. Los que quedan en el bar empiezan a armar teorías conspiratorias sobre los motivos por los que los están atacando.
Coqueteando (en apariencia) con lo fantástico, nuevamente, de la Iglesia desnuda a un número limitado de personajes que se tratan de quitar el pellejo mutuamente (en el sentido más literal) con tal de sobrevivir, dentro y fuera de ese bar. Durante la primera mitad, la más absurda y divertida, cuando se especulan las teorías más ridículas, es donde está el de la Iglesia más puro. No hay personajes que generen empatía o cariño pero, en medio del grotesco, todos tienen algo que resulta medianamente pintoresco y querible.
En un momento, cuando ya todas las incertidumbres sobre el misterio del bar han sido resueltas, el film se queda con pocas ideas y cae en la reiteración. Decide eliminar tres personajes con potencial de ser mejor explotados humorísticamente (como el de Alejandro Awada que cumple una buena interpretación, pero está mal aprovechado) y se queda con los más obvios y banales. Lo que sigue es un tire y afloje entre personajes que van desmenuzando un perfil cada vez más siniestro (pero del que ya se habían visto ciertos comportamientos ególatras), que llevan a las resoluciones más previsibles que de la Iglesia haya concebido en su filmografía.
Un concepto que podría haber sido inspirado y divertido se convierte en un film sin demasiada identidad. Los diálogos filosos y sarcásticos son reemplazados por gritos. Las pocas ideas visuales con las que amaga en su primera mitad (planos secuencia, la explotación del mecanismo teatral en función del desarrollo de personajes, el uso de zooms) quedan obsoletas en la segunda hora cuando ya no le importan los personajes. Hay sólo un plano que rompe con la convencionalidad y el director lo exprime hasta agotarlo.
Esta vez de la Iglesia y Guerricaechevarría tenían una historia a la que no supieron darle cierre, ni estético ni narrativo. Y aunque el tono pesimista, la desazón, la visión de un mundo desamparado y desigual siguen estando presentes desde Acción mutante, falta ese patetismo querible que provoca que se extrañe a los protagonistas de El día de la bestia, Muertos de risa o, incluso, Crimen ferpecto.
Los microuniversos de de la Iglesia ya han sido tantas veces plagiados, incluso por el mismo director, que esta vez está copiando microuniversos de otros (hay algo de Carpenter flotando) pero no se llega a manifestar completamente. La manera que maneja el encierro y cómo este sirve de disparador para crear el caos tienen mejores resoluciones en Mi gran noche y La comunidad.
También esta vez son bastante olvidables la mayoría de las actuaciones (el mejor es Jaime Ordóñez), más que nada porque los personajes impiden a los intérpretes explorar matices de la psicología de cada uno.