Los mutilados
La frontera entre la realidad y la ficción se diluye con sabor a distopía o por lo menos al retrato de las ruinas de personajes en ruinas, propuesta de este contundente opus del brasileño Adirley Queirós, El blanco afuera, el negro adentro. Tal vez un film político más que otra cosa, que no se apacigua frente a los códigos formales para dejar manifiesto un grito anti sistema de enorme fuerza y que no puede ocultar su desencanto frente a la realidad de aquellos mutilados por la brutalidad policíaca en los 80.
Mutilados, tanto física como espiritualmente, los personajes de esta rareza cinematográfica no se conectan entre sí más que desde el escenario post favela que habitan, y por el que transitan acompañados de su silla de ruedas o prótesis de piernas para reconocer en la carencia de ese miembro que ya no está, la sensación de lo que alguna vez estuvo. Y eso es quizás el pasado visto desde el presente apocalíptico y crudo, al que se le impone -aunque más no sea desde la ilusión- la rebeldía de la transgresión: un plan pergeñado desde la clandestinidad para recuperar un territorio perdido.
La música es un bálsamo para uno de los protagonistas, a quien una bala perdida le arrebató para siempre las chances de volver a caminar, así como deleitarse con la danza en bailes populares, añoranzas que se mezclan en el letargo de la noche y con su transmisión espontánea de radio en la que además de pasar discos de vinilo se improvisa desde bases rítmicas al mejor estilo hip hop caribeño.
Sin embargo, para enrarecer más aún y finalmente catapultar al film a la categoría inclasificable, un hombre proveniente del futuro explora ese mundo y se refugia en un contenedor que se sacude al ritmo del baile con luces que giran y recibe órdenes de un poder superior, la representación de ese Estado represivo, poderoso e invisible, que a pesar de Lula y sus intentos por reducir la brecha de los excluidos parece incorporar nuevos especímenes: los mutilados de siempre.