Después de muchos años en los que de la tierra de Glauber Rocha solamente se podían esperar buenos documentales, hay algunos indicios para pensar que el cine brasileño de ficción está empezando a resurgir de las cenizas. Sonidos vecinos, Avanti popolo, A Vizinhança do Tigre, Ventos de Agosto son títulos poderosos, un cúmulo de evidencias para creer que, en el futuro, el cine de Brasil dará que hablar. Branco sai, Preto fica, el segundo largometraje de Adirley Queirós, es quizás la prueba más contundente de ese porvenir.
Técnicamente, los festivales suelen presentar la extraordinaria película de Queirós como si se tratara de un documental. Por cierto: ¿desde cuándo es posible filmar viajes en el tiempo? Al menos aquí, uno de los personajes parece venir desde el futuro con una misión precisa: conjurar el daño del Estado brasileño contra parte de la población de los suburbios de Brasilia, en este caso Antiga Ceilândia, del Distrito Federal. A este personaje misterioso se lo ve transportarse en una cabina vacía estacionada en una suerte de tierra baldía en las inmediaciones de un edificio gigante deshabitado. Va de un lado al otro y a veces espía a dos amigos suyos que recibieron una paliza por parte de la policía ocurrida en una discoteca el 5 de marzo de 1986, bajo el pretexto de una pesquisa vinculada a la drogas; el móvil de ese brutal desempeño, en realidad, fue el odio racial. No se trató de una golpiza sin consecuencias: Marquim quedó paralítico; Sartana perdió una pierna.
Branco sai, Preto fica, Adirley Queirós, Brasil, 2014
Lo que en principio podría haber sido solamente un documental de testimonios se transforma en una especie de “documental observacional” acerca de una fantasía compartida. Lo que se escenifica no es otra cosa que el pedido de los protagonistas de sortear la reconstrucción verbal de los acontecimientos sustituyéndolos por un retrato de sus vidas que incluya una suerte de conjura de sus traumas a través de la ficción. La violencia sublimada y poetizada llega en el final en forma de historieta, cuando algunos edificios estatales parecen sufrir un atentado, un ejercicio lúdico que en el contexto de estas vidas resulta comprensible. En verdad, ver a Marquim trasladarse en su silla de ruedas por su casa rapeando en su programa de radio, o a Sartana vendiendo prótesis para gente que padece los mismos inconvenientes físicos que él, constituye un contrapunto amoroso a ese desenlace no exento de rabia.
Que el film de Queirós deba ser entendido como un documental, es algo que únicamente puede justificarse como tal si se lo concibe como una película dedicada a registrar el espacio urbano de las periferias de las grandes capitales. Los planos abiertos denotan un horizonte infinito pero sin referencias precisas y devuelven una arquitectura en la que los escombros y los desechos configuran un paisaje desprovisto de naturaleza. Las tareas cotidianas de Sartana y Marquim, que en cierta medida coinciden con la desolación material de ese territorio, demuestran una fuerza espiritual admirable por parte de los dos protagonistas, quienes suministran la información necesaria para entender que tanto la amputación de una pierna, en un caso, como la inmovilidad forzosa, en el otro, se remontan a una acción del Estado sobre los cuerpos dóciles de ciertos ciudadanos, aquellos que están para servir a los que viven en el centro y que deben regresar a descansar a esas geografías circundantes.
La insolencia creativa de Queirós recuerda bastante a la irreverencia de Rocha. Su segunda película no se parece absolutamente a nada. Es cine nacido del deseo y la necesidad, un puño transformado en cámara capaz de doblegar plano tras plano la hipocresía y tibieza que asfixia a gran parte del cine contemporáneo.