El segundo largometraje de Natalia Smirnoff arranca con el cerrajero en plena actividad abriendo una puerta cuya llave ha quedado atascada. La directora nos adentra en las vicisitudes del oficio mientras capta la sensación de desprotección de quienes, imposibilitados de salir de su casa, requieren de ayuda profesional. Esta reacción psicológica se sostiene a lo largo de la película y constituye uno de los puntos fuertes. El otro recae en la solvencia técnica del protagonista, cuya habilidad no se acota a la profesión sino que traslada a distintos actos cotidianos, como el cambio del cuerito de una canilla.
Como en Rompecabezas, Smirnoff vuelve retratar habilidades específicas, oficios y pasatiempos que se inscriben en el cuerpo de los personajes y que en las manos diestras de éstos se transforman en un verdadero “don”. Sea el rompecabezas o una sofisticada cajita de música, cada puesta en escena se ajusta con devoción a la actividad específica. La película avanza entonces con planos cerrados y claustrofóbicos, con planos más abiertos y una cámara inquieta en búsqueda de la interacción o con una sucesión rítmica de detalles que se amoldan, con precisión y sin énfasis, a la belleza del objeto en cuestión y, más aún, a un paciente protagonista que parecería fusionarse con ellos.
Con este arsenal Smirnoff nos sumerge en la vida del cerrajero Sebastián, pero sobre todo en los cambios que se operan a partir de que Moni, una de “sus chicas” queda embarazada y él comienza a tener clarividencias –y a proclamarlas en voy alta– sobre las emociones y conductas de sus clientes. En esta instancia la película se juega a una apuesta difícil de sostener. En parte porque las visiones se enuncian pero no se profundizan, a excepción de la que involucra a Daisy, la ex empleada doméstica peruana, que deriva en una subtrama policial no muy consistente. Otra de las razones es que en su afán de “abrir puertas” la película se satura en su acumulación de símbolos. Y a diferencia Rompecabezas en donde la habilidad del armado era concentrada y vital en su poder transformador, aquí “visiones” y “cajas de música” se amontonan y superponen al contexto del humo, un marco por cierto difuso al que la propia película otorga desde sus títulos un espacio esencial. Esta proliferación de elementos queda bastante desarticulada, llevando a la película a la dispersión y dejando algunos momentos centrales aislados y sin efecto, como la escena final o el encuentro (¿ajuste de cuentas?) con el padre.
El cerrajero no logra de esta manera ahondar en algunos de los núcleos narrativos que propone, pero su eficacia puramente cinematográfica nos reserva unas cuantas delicias: escenarios creíbles y naturales, un exquisito trabajo de sonido y actores siempre impecables como el gran Arturo Goetz, inolvidable aporte para el Nuevo Cine Argentino.