Una llave por una llave…
La nueva película de Natalia Smirnoff, El cerrajero, es tan arriesgada en su planteamiento y en el entrecruzamiento genérico, como fallida en la forma en que se van entrelazando sus diversas capas. Un muchacho que trabaja de cerrajero y tiene una vida que varía entre algunas certezas (su no compromiso sentimental) y otras tantas inseguridades (una “amiga” embarazada cuyo hijo podría ser suyo), comienza a tener epifanías sobre aquellos clientes a los que les va a arreglar la cerradura. Estas “visiones” son una especie de conclusiones sobre la vida del otro, que en algún momento revierten su sentido y comienzan a horadar el mundo interior del protagonista, mientras Buenos Aires se llena de un humo que le da un carácter espectral. Y son, desde el punto de vista formal, recursos propios del fantástico que impactan de lleno contra la pátina de costumbrismo que la directora elige para contar su historia. En ese choque hay algo novedoso que se pone en marcha, pero que pierde potencia a poco de comenzar su recorrido.
Es claro que lo fantástico es un elemento importante en la superficie, una especie de Macguffin, algo que distrae la atención mientras por debajo pasa todo: especialmente los vínculos entre los personajes. El cerrajero habla de seres en medio de un limbo emocional, limbo reforzado por aquella humareda: el film está ambientado en 2008, cuando el conflicto entre el Gobierno nacional y los productores agropecuarios hizo que estos últimos incendiaran unos pastizales generando aquel impacto en la capital del país. Pero también es cierto que lo fantástico -se quiera o no, fundamental como gancho del film- no está trabajado con demasiado esmero de puesta en escena ni rigor genérico, y cuando surge está más cerca de la autoparodia con sus textos engolados y una marcación que hace de los actores el monumento a la solemnidad: claramente, son los peores momentos de la por lo general correcta actuación de Esteban Lamothe.
Y es una pena, porque así como el film muestra personajes secundarios inverosímiles en sus reacciones ante el “don” del protagonista, trabaja con total sutileza otras líneas argumentales, fundamentalmente la de Lamothe y su padre (Arturo Goetz), o la del protagonista y su amigovia (Erica Rivas). Allí se ven dudas y certezas, vínculos que influyen en otros vínculos, decisiones individuales que exhiben a personajes muchas veces introspectivos y poco dados al otro, cuando lo que se exige es una proximidad, una cercanía, un afecto. Estos momentos son interesantes, también, porque ponen en imágenes aquello que la película traza un tanto de manera gruesa con su iconografía metafórica (las puertas, las llaves). Por eso cuando El cerrajero termina y Smirnoff redondea la anécdota, es cuando más claro se hace lo antojadizo del elemento fantástico dentro del film: no sólo no suma nada, sino que impide una mayor fluidez narrativa. Las epifanías, la humareda, el subtexto político de ambientar la película en 2008 son elementos crípticos nunca justificados y que sólo agregan confusión a una película mucho más cristalina de lo que parece en una primera instancia.