Los límites de la propia mitología
El cielo del Centauro fue anunciada como una "película chica", destinada a calentar motores para llevar a cabo un proyecto más ambicioso titulado Adiós, cierre de la trilogía integrada por Invasión (1969) y Las veredas de Saturno (1985), dos largos en los que trabajó con socios literarios de alta alcurnia: Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, en el primer caso; Juan José Saer, en el segundo. Pero el film contradice esa premisa modesta e impone su personalidad, aun con sus arbitrariedades y su vocación por inscribirse en una tradición que se repliega sobre sí misma.
En el transcurso de una trama cargada de misterio y humor, Santiago consigue que la información circule a un ritmo vertiginoso, con el objetivo de prolongar la intriga y delinear un universo levemente desfasado que funciona con sus propias reglas. Su obsesión por la composición detallada de cada plano siempre está al servicio de la fluidez del relato. Pero el rigor de una puesta en escena fortalecida por el exquisito trabajo de fotografía y sonido, la pertinente utilización de la música y la refinada reconfiguración de la imagen y el espíritu de la ciudad que siempre lo ha desvelado serían ociosos si la película no invitara al contacto emocional. Y El cielo del Centauro se propone ese objetivo confiando en la interpelación que pueden generar las ilustradas alusiones al cine, la literatura, el amor o la guerra (y por lo tanto la economía, la política y la muerte) que se van desplegando dentro de los límites de la lógica de su particular mitología, despegada sin ambigüedad del presente.