Que Hugo Santiago haya vuelto a filmar, casi 50 años después, en Buenos Aires es todo un acontecimiento cinéfilo. Por eso, más allá de los valores de la película (está claro que los tiene), su selección para la apertura del BAFICI es no sólo una decisión irreprochable sino un acto de absoluta justicia.
Y también lo es porque, antes que cualquier cosa, El cielo del Centauro es una oda, una carta de amor a Buenos Aires, al menos a aquellos elementos y aspectos más míticos y tradicionales de la ciudad. Si bien queda claro que la historia que narra es actual, tanto las locaciones elegidas como la omnipresente música tanguera nos remiten a una urbe que ya casi se ha extinguido, como si el presente conviviera siempre con el pasado, como si nos remontáramos a un cuento fantástico de Macedonio, Borges o Bioy.
Un ingeniero naval francés (Malik Zidi) llega (en barco, claro) y al poco tiempo será el eje de una doble persecución (él trata de encontrar a alguien y al mismo tiempo es buscado por algo que supuestamiento posee). Hay un McGuffin (llamado El Fénix) y una suerte de búsqueda del tesoro que dura algo más de un día con un mapa porteño como especie de tablero de juego y varios personajes secundarios (desde el veterano Carlos Perciavalle hasta el propio coguionista Mariano Llinás) y subtramas que aparecen y desaparecen con absoluta arbitrariedad.
Si bien tiene sus pasajes de quietud y solemnidad (como el largo recitado de Romina Paula en el segmento dedicado a la pintura de Cándido López y su historia durante la Guerra del Paraguay), en general El cielo del Centauro resulta bastante lúdica, fluida y celebratoria, al punto que por momentos remite a Castro, de Alejo Moguillansky (no por casualidad editor del film).
¿Que la película no tiene demasiada lógica? ¿Que apuesta a una deriva, a una acumulación, a unas desventuras y a unos enredos que no siempre fascinan ni convencen? Es cierto. Pero al mismo tiempo El cielo del Centauro, con su fuerte veta literaria, con la belleza de cada uno de sus planos en blanco y negro con inspirados detalles en color (la fotografía es del talentoso Gustavo Biazzi) nos deja todo el tiempo la sensación de estar ante un cine de otra época, en vías de extinción, una de esas películas que ya no se filman. El esperado (y más allá de sus desniveles) bienvenido regreso de un viejo maestro a la ciudad de la furia.