Más de 43 años después Hugo Santiago vuelve a filmar una Buenos Aires mítica, soñada, amada. Que ya fue, pero que permanece. Y vuelve con sus mismas obsesiones, actualizadas, pasadas por el tamiz del Nuevo Cine Argentino. Se produce un cruce entre la temática de Santiago y la de las huestes de la FUC, con Mariano Llinás a la cabeza, como coguionista y coproductor. Pero no es el único. No podemos decir con seguridad si Santiago toma de los jóvenes o estos se montan en su aura para decir lo suyo. Lo cierto es que allí están los tópicos de Invasión: la ciudad y su mapa imprescindible, el complot, el objetivo último -aquí la búsqueda de un desaparecido y una cierta ave Fénix, Halcón Maltés redivivo pero también un McGuffin que empuja la acción hacia adelante-, los personajes misteriosos, el extranjero (Malik Zidi), el idioma, que vira del castellano al francés inadvertidamente.
Todos esos elementos se combinan de manera algo azarosa, enigmática, no causal, en una peripecia que circula a toda velocidad, en persecuciones recíprocas, por los distintos barrios porteños, creando un mapa ideal, que ha de completarse progresivamente. En una Buenos Aires fotografiada en blanco y negro por Gustavo Biazzi, con ciertas explosiones de color en las copas de los jacarandás, en algunos cuadros exultantes y en algún papel amarillo que trae claves para esta búsqueda del tesoro tan cara a Llinás, y que muestra su mano creativa (pero Llinás no es Borges, claro).
Es como si Santiago hubiera tomados sus propios tópicos ya emblemáticos y decidiera hacer una broma con ellos. Porque este film hay que tomarlo con humor, de lo contrario podría odiárselo. Cada elemento está parodiado, banalizado, porque Santiago quiere reírse de sí mismo. Y también de Carlos Perciavalle, por ejemplo, o de Roly Serrano, o del mismo Llinás, en algunos chistes (no todos buenos). La música tampoco quedó fuera de la parodia, con una banda de sonido ampulosamente tanguera, un obstinado bandoneón y temas que ya constituyen clichés, como en la secuencia de los títulos finales.
Hay aquí varias películas en una, con forma de laberinto. En medio del delirio, muy peculiar es el episodio que domina Romina Paula, quien da una lección actoral y de historia argentina y de su arte, con esa clase magistral sobre Cándido López, en el momento más luminoso del film.