El cisne se apoya en una premisa argumental perturbadora. Sin que quede del todo claro el porqué (¿una penitencia por haber robado?), una nena de diez años es enviada por sus padres a pasar una temporada con parientes en el campo. Una vez allí, ocurre algo insólito: tiene que compartir su habitación con un trabajador golondrina. Sin que a nadie le llame la atención esta circunstancia, la película gira en torno a la relación entre la nena y este veinteañero.
Basada en una premiada novela de Gudbergur Bergsson, un reconocido autor islandés, la opera prima de Ása Helga Hjörleifsdóttir es revulsiva en tanto y en cuanto juega con los límites de lo moralmente aceptable. La ambigüedad de ese vínculo desigual es el núcleo de esta historia de iniciación, que no llega a reflejarse en el espejo de Lolita porque siempre se mantiene en una zona gris de ambigüedad y, desde ya, porque carece de la genialidad de la novela de Nabokov.
Todo es narrado desde el punto de vista de la nena, que encuentra en los animales y la naturaleza -las tomas de los paisajes islandeses son magníficas- algo de consuelo ante la soledad en la que está sumida.
Su otro refugio son las historias, las fantasías y los sueños, al punto de que las recurrentes secuencias oníricas terminan haciéndonos desconfiar de la fiabilidad de esta narradora: ¿pasó realmente lo que vimos o algo fue producto de su imaginación?
El marco en el que transcurren los días de esta nena castigada es desolador. Está rodeada por adultos indiferentes o maltratadores, incapaces de establecer una mínima empatía y sin empacho en hacerla atravesar algunos trances crueles. Pero a la vez son personajes no del todo bien resueltos, de modo que sus acciones y conflictos no llegan a espantar o conmover. A pesar de la bella fotografía, tampoco la búsqueda poética está lograda, de manera que El cisne termina siendo una experiencia más decepcionante que desconcertante.