El Ladrón de Meteoritos Sergio Wolf, codirector de Yo no sé qué me han hecho tus ojos (2003), regresa a la realización luego de más de diez años con el documental El color que cayó del cielo (2014), acerca del enigmático “Campo del Cielo” ubicado en la localidad de Gancedo, Chaco, un paraje de cráteres que albergaron por cientos de años una colección de meteoritos de hierro y aparentemente han hecho de una suerte de El Dorado a lo largo de la historia. La película comienza con una leyenda mocoví acerca de una “lluvia de fuego”, dramatizada con fragmentos de La nación que cayó del cielo, del mocoví Juan Carlos Martínez. Luego el narrador (el propio Sergio Wolf) recuenta la expedición del hidalgo Rubín de Celis en el siglo XVIII, y el descubrimiento del mítico “Mesón de Fierro”, un solitario monolito que a continuación desaparece de los anales de la historia. En el presente, el director entrevista a expertos y fanáticos, y asiste a una expedición en busca del objeto. El segundo acto del documental se concentra en la contraposición de dos personajes norteamericanos: el anciano profesor William Cassidy de la Universidad de Pittsburgh, que proyecta sus películas de 16mm de sus excavaciones en Campo del Cielo, y una caricatura humana llamada Robert Haag, “el mayor dealer de meteoritos del mundo”. Haag se comporta con la sutileza de un personaje de Peter Capusotto, paseando al equipo de filmación por el sótano de su casa y estimando cuántos miles o millones de dólares sale cada una de sus rocas celestiales. “Con esta compré mi casa”, “Con esta podría comprar diez casas”. Su única referencia es el dinero, y acepta Master Card, si alguien está interesado. Se saliva al recordar el Campo Celestial, del cual intentó robar el segundo meteorito más grande del mundo hace 20 años. No lo logró, pero en su lugar se trajo muestras millonarias del meteorito Esquel, que hoy en día blande como una guitarra eléctrica en celebración de su afluencia. “Gracias Argentina”, agrega. Cassidy por su parte muestra sus hallazgos científicos con una mezcla de tristeza y aburrimiento. Se lo conoce mejor por sus misiones a la Antártida. Nos muestra diapositivas de los chaqueños locales que le ayudaron, y a su vez el equipo entrevista a los mismos individuos en Chaco. Ambos se recuerdan con mutua afección, aunque Cassidy agrega que parte del encanto se debía a “no tener que vivir como ellos, por suerte”. William Cassidy el frío hombre de ciencia y Robert Haag el adorable canalla hacen y sostienen la película; el documental es tan fuerte o tan débil como su presencia. Haag en particular, con su insistencia en sus negociones y sonora amoralidad, termina alternando entre fascinante e irritante; la película por su parte parece decidida a ser tan reiterativa como él. El documental es un retrato curioso y animado acerca de “el color que cayó del cielo” y cómo inspiró mitos y alteró la historia, cómo afectó de formas tan distintas sociedades enteras e individuos solitarios en busca de sabiduría, información o dinero. El color que cayó del cielo está más interesado por las personas que por aquello que buscan, y tiene una forma fascinante de representarlas.
On the Rocks... Hubo que esperar 11 años desde la notable Yo no sé qué me han hecho tus ojos (codirigida con Lorena Muñoz) para reencontrarse con el cine de Sergio Wolf. En el medio -claro- estuvo su larga gestión al frente del BAFICI, pero El color que cayó del cielo constituye una muy digna continuación para su carrera como director. Ya no es la búsqueda detectivesca de una mítica cantante de tango "desaparecida" como Ada Falcón sino un tema en apariencia bastante más árido, más "científico", menos glamoroso: los meteoritos. Sin embargo, como en su film anterior, Wolf se aleja del documental convencional y "construye" una historia con múltiples elementos propios de la ficción que derivan en un entramado apasionante, por momentos cerca de la comedia de enredos y, por otros, con elementos propios del cine de aventuras y de la épica herzogiana. La película tarda unos minutos en encontrar su eje. En principio, son demasiadas subtramas, demasiada voz en off, demasiados personajes desperdigados. Historias de conquistadores españoles y pueblos originarios, lugareños con teorías insólitas e investigaciones científicas que se remontan a sucesos ocurridos 4.000 años atrás, cuando una lluvia de meteoritos convirtió a la región ubicada entre Chaco y Santiago del Estero y conocida como Campo del Cielo en "el" lugar para quienes se dedican al tema. Sin embargo, esa introducción en apariencia un poco anárquica o derivativa nos va llevando hacia los que son los verdaderos protagonistas (antagonistas) del relato (ambos estadounidenses para más datos): por un lado, el "superhéroe" Bill Cassidy, hoy ya veteranísimo, una eminencia que pasó buena parte de los años '60 investigando Campo del Cielo (luego se dedicó a explorar la Antártida); por el otro, el "villano" Robert Haag, que ha construido un imperio hasta convertirse en el mayor coleccionista (y traficante) de meteoritos del planeta, que se comercializan a precios millonarios vía Internet o incluso en ferias como la de Tokio. Wolf viajó a Pittsburgh para entrevistar a Cassidy y tuvo acceso privilegiado al archivo personal del científico, que le cedió imágenes nunca vistas de sus viejas incursiones en el Chaco. También mantuvo en Tucson hilarantes encuentros con Haag, un tipo lo suficientemente loco como para intentar (sin suerte) robarse en 1990 un gigantesco meteorito de 37 toneladas de la Argentina (con grúa y camión incluídos) y quedar luego detenido varias semanas. "Soy el Hombre Meteorito", grita el hiperkinético personaje a cámara, mientras con absoluta impunidad muestra algunas de sus posesiones más valiosas y cuenta anécdotas hilarantes, tan absurdas que resultan casi inverosímiles. La cámara siempre atenta de Fernando Lockett (habitual colaborador de Matías Piñeiro), el notable trabajo de edición de Alejandro Carrillo Penovi (El aura), la atrapante banda sonora de Gabriel Chwojnic (Historias extraordinarias) y, sobre todo, la innata curiosidad de Wolf y su capacidad para encontrar historias donde aparentemente no las hay, para quebrar las barreras muchas veces limitantes del documental observacional y sumergirnos en una historia con ribetes tragicómicos y fascinantes, son los grandes méritos de El color que cayó del cielo. La espera valió la pena. Wolf está de regreso.
Sergio Wolf es claramente un hombre de cine (ex director del BAFICI, docente, cineasta) y lo reafirma en este documental -visto hace poco en la última edición del BAFICI- en el que extiende unos minutos su disfraz de detective que lleva desde su anterior film Yo no sé qué me han hecho tus ojos, pero que en parte sustituye, sin perder rigurosidad ni pulso narrativo, por un seguimiento en el que se presentan diferentes aristas en torno al mundo de los cazadores de meteoritos. Por un lado Bill Cassidy, un profesor emérito de la Universidad de Pittsburgh que relata su trabajo en los 60’s en la región chaqueña de Campo del Cielo, en la que ya en la época de los españoles se buscó incesantemente un meteorito, pero no por su cualidad de piedra proveniente del espacio exterior sino por su finalidad práctica: se creía que era parte de una kilométrica fuente de minerales. Mientras Cassidy tuvo un interés en el cráter y también en el valor etnográfico de la experiencia con los locales (un recuerdo recíproco), el dealer de meteoritos Robert Haag expone sin tapujos su condición de mercader, enumerando (e ilustrando) de qué se trata el negocio, además de su argumento que lo lava de culpas: “El meteorito no es de Argentina, cayó en Argentina”. Para el final queda la sorpresa, a partir de una anécdota jugosa de Haag, y el subrayado de los polos opuestos sobre una misma cuestión. Estamos ante un fascinante nuevo trabajo de Wolf, aquí menos puntilloso y más suelto en una construcción formal lúdica estructurada en base a un mundo bien terrenal, aunque sus materiales caigan del espacio exterior.
El profanador Casi once años tuvieron que pasar para que Sergio Wolf volviera a tomar las riendas en la dirección y así concebir un documental tan fascinante como el anterior Yo no sé que me han hecho tus ojos (2003) en codirección con Lorena Muñoz. Apenas entre aquella obra y esta más reciente El color que cayó del cielo –presentada en el último BAFICI- existe cierta vinculación en relación al descuido o nula preservación del pasado, la historia y el patrimonio nacional. Si en la peripecia casi detectivesca de reconstrucción de la mítica Ada Falcón se vislumbraba la huella de lo perdido en materia de archivos o datos del pasado también la contraparte de los mitos que se tejían alrededor de su figura y su misteriosa desaparición abrían las puertas a diferentes subtramas que rozaban elementos de la ficción para despojarse concienzudamente de la rigidez documental. Y es en ese sentido, en ese difuso pero maravilloso terreno de ambigüedad, donde crece el nuevo opus del crítico, cineasta, investigador Sergio Wolf al tomar de referencia la apuesta a lo sagrado versus lo profano en el contexto de la búsqueda de meteoritos en suelo argentino, en la que se involucra la ciencia, el mito, las leyendas, la mercantilización, el vil negocio por encima de la historia y sus raíces invisibles con algo más grande que una mera suma de dinero. Cuatro mil años marcan el eje de esta aventura y el reconocimiento de una leyenda de los mocovíes que narra la lluvia de fuego cuando según sus creencias el sol cayó a la Tierra desde el cielo en dos oportunidades. Así, lo representa un fragmento del film La nación que cayó del cielo, de Juan Carlos Martínez, película artesanal que Wolf toma de referencia para introducir apuntes históricos donde se mezclan nombres y relatos de expediciones en busca de un meteorito por sus propiedades ricas en metales. Del expedicionario español Rubín de Celis en el siglo XVIII hasta el aporte testimonial de algunos lugareños, el documental se nutre de toda la información necesaria para poner en contexto la historia y así avanzar hacia su verdadero propósito: la presentación de dos personajes antagonistas diferenciados entre otras cosas por un sentido metafísico y hasta ético. Como en toda ficción que se precie el contraste y la dialéctica son clave para el buen desarrollo de la trama pero también la exposición conceptual de un héroe y un villano lo suficientemente sólidos como para hacer de esa distancia infranqueable el verdadero camino a recorrer. La inteligencia del realizador obedece en primera medida en haber encontrado un villano excéntrico como el profanador de meteoritos más conocido en el mundo, el norteamericano Robert Haag, preso de su vanidad ante la cámara de Fernando Lockett y la curiosidad incipiente del director, que sabe cómo y cuándo hacer las preguntas para que el frio dealer de rocas del espacio muerda la carnada y desnude su ego. Y en ese juego de seducción entre personas y personajes emerge el superhéroe de esta historia: Bill Cassidy, un anciano adorable, humilde, meticuloso que dedicó parte de su juventud al recuento y estudio de meteoritos en Campo del cielo, ubicado en la provincia de Chaco; tomó contacto con los originarios del lugar para aprender sus costumbres y luego tras la indiferencia estatal y provincial se abocó al estudio de la Antártida. En esa segunda parte de El color que cayó del cielo se concentra su mayor riqueza porque los meteoritos y su descubrimiento pasan a un segundo plano en base a los diferentes emprendimientos y motivaciones personales que acercan o ejercen una atracción magnética frente al profanador Hagg, al profesor y estudioso Cassidy cuando no debería descartarse aquella fascinación de Sergio Wolf por encontrar estas historias que lo condujeron por ejemplo a la guarida del antagonista en Tucson (Estados Unidos) o a la feria de Tokio donde se comercializan fragmentos de rocas celestiales como las encontradas en Chaco o en Esquel, piezas invaluables desde el punto de vista geológico que han llenado el bolsillo de Hagg para quien Argentina representa una asignatura pendiente al frustrarse su intento en 1990 de transportar un meteorito de 37 toneladas para comercializarlo en el mercado negro. Ese magnetismo de los metales o el reconocimiento de lo extraterrestre entronca perfectamente con los fines y los medios siempre que se lo observe desde la distancia adecuada como es el caso, pero con la sensibilidad intacta y el sentido de la observación alerta para tomar prestado de la naturaleza imágenes de amaneceres, cielos u ocasos de una belleza extrema; redondear así el círculo entre el mito, su representación y la historia en un documental atrapante y distinto.
El universo para explicar lo terrenal Con referencias a Lovecraft pero a la vez con una saludable carga de ideas propias, la película de Wolf parte de un fenómeno natural para meterse en asuntos de innegable carnadura humana. Y rinde especialmente en el retrato de personajes que contrastan entre ellos. Como una puerta de entrada desvergonzadamente abierta, Sergio Wolf bautizó a su nueva película con el mismo título de uno de los relatos más conocidos de H.P. Lovecraft, “El color que cayó del cielo”, una decisión que condiciona de entrada a quienes paguen para verla (desde aquí se sugiere hacerlo). Una provocación, además, en tanto pone en evidencia los puntos de contacto entre ambos objetos, pero también obliga a realizar el esfuerzo de no anclar sobre esa referencia única, intentando ir más allá de lo obvio. Porque si bien ambos relatos tienen sensibles puntos de contacto, el film de Wolf desarrolla una búsqueda propia. Que el original sea una ficción, un cuento de horror fantástico y el film, en cambio, un documental, es uno de esos puntos donde la brecha entre cuento y película se ensancha. Pero el desarrollo cinematográfico se encarga de relativizar esa distancia aparente. El comienzo mismo de la película, de hecho, podría ser una adaptación casi literal del inicio del cuento de Lovecraft. “Al oeste de Arkham se alzan colinas selváticas y hay valles con bosques profundos en los cuales jamás ha resonado el ruido del hacha. Hay angostas y oscuras cañadas donde los árboles se inclinan de manera fantástica, entre los que discurren estrechos arroyitos que nunca han sido sorprendidos por el reflejo del sol.” Ubicada en un punto elevado y moviéndose con suavidad de izquierda a derecha –el mismo sentido en que se lee en Occidente–, la cámara de Wolf va revelando un amanecer que de a poco ilumina a una pequeña ciudad que se aprieta contra la orilla de un río. Es probable que el monte boscoso que la rodea haya sido selva alguna vez y la música que acompaña las imágenes remite con astucia a las películas de ciencia ficción clase B de los años ‘50, completando una atmósfera que no ayuda a dejar de pensar en Lovecraft. Pero no se trata de Arkham: a modo de primitivo GPS, uno de esos carteles verdes de señalización vial revela un punto exacto. Esa pequeña ciudad es Gancedo, al sur del Chaco, muy cerca del Parque Provincial Pigüem N’Onaxa, conocido popularmente como Campo del Cielo, una región en la que hace más de cuatro mil años impactó una lluvia de meteoritos metálicos. El color que cayó del cielo, la película, resulta una rareza: un western documental sobre buscadores de tesoros en el que no faltan ni los gringos (los buenos y los malos) ni los indios inocentes, ni el sheriff ni los cuatreros, y cuya trama gira en torno de una peculiar fiebre del oro. Literalmente. Porque es cierto que uno de los personajes que alimentan la historia es Bill Cassidy, científico de apellido ilustre en materia de westerns al que qoms y mocovíes llamaban “el gran indio blanco”, más preocupado por revelar los efectos del impacto de esos trozos de cielo al caer sobre la Tierra que por el objeto en sí mismo. Pero también están Miguel Rubín de Celis –explorador español del siglo XVIII que buscaba meteoritos por el valor metálico, ignorando su origen cósmico– y Bob Haag, suerte de Indiana Jones chanta, pícaro y peligroso, un moderno saqueador que se llama a sí mismo Meteorite Man y a quien se define como el mayor traficante de aerolitos del mundo. Pronto queda claro que Wolf es otro eslabón en la cadena de exploradores que, cada uno a su modo, viven obsesionados con esos fragmentos del universo caídos en desgracia. Tanto Cassidy como Haag son grandes hallazgos del film, dos personajes soberbios que representan bien la oposición entre bien y mal que es propia de las películas del Oeste. Sin embargo, el mayor mérito en ese sentido consiste en crear la idea de que no se trata personajes autónomos, sino de una entidad única partida en dos: el científico y el loco, Jeckyll y Hyde, el Jano de las dos caras. Un monstruo digno de Lovecraft. Pero el acierto más grande del documental consiste en entender cada hecho como parte de un cosmos, de una trama que excede lo anecdótico para llegar al centro de la cuestión humana. En ese sentido resulta pariente cercano de Nostalgia de la luz, documental del chileno Patricio Guzmán que relaciona los observatorios astronómicos del desierto de Atacama con los desaparecidos de la dictadura pinochetista. Wolf realiza una operación de alguna manera análoga, ligando los meteoritos a la construcción mítica de qoms, mocovíes y wichí, pueblos originales de la región, cuya comprensión del mundo resultó marcada por la milenaria lluvia de fuego, que al arrasar con la selva chaqueña se convertía en uno de los relatos de origen de aquellas culturas. Sin llegar a las luminosas revelaciones que Guzmán expone en su película, Wolf consigue que El color que cayó del cielo sea el registro fílmico de la energía liberada por el choque de dos cosmovisiones irreconciliables que todavía tienen pendiente aprender a convivir.
Un viaje a lo desconocido ¿Qué es lo verdaderamente importante en El color cayó del cielo? En principio, el nuevo documental de Sergio Wolf -crítico de cine, docente, ex director del Bafici- se propone develar algunos de los misterios que giran alrededor del Mesón de Fierro, un enorme meteorito descubierto por los colonizadores españoles que llegaron a fines del siglo XVI a Campo del Cielo, zona ubicada en el límite entre las provincias de Santiago del Estero y Chaco. Wolf viaja hasta el lugar, descubre la leyenda de los indios mocovíes, convencidos del estatus sagrado de todo el asunto, y entrevista también a dos estadounidenses que se han especializado en el tema: un científico, el profesor William Cassidy, y un hombre que tuvo la habilidad de inventar un gran negocio, Robert Haag, traficante de rocas espaciales. En ellos encuentra las dos fuerzas antagónicas que mantendrán viva la tensión en la película: el estudioso amable y discreto interesado en la geología y las "ciencias planetarias" frente al hiperbólico dealer de meteoritos que seduce con las armas del showman. De a poco, el documental parece ir abandonando el objetivo inicial -la investigación de un fenómeno sobre el que sobran las teorías- para dejarse llevar por las extravagancias de Haag, que no se priva de nada: muestra con orgullo el costoso caserón el que vive en Tucson (su "baticueva"), exhibe también su impactante colección de meteoritos y detalla su discutible modus operandi: si algo cayó del cielo, no es propiedad de nadie. O sí: es del primero que lo encuentre y tenga los medios suficientes para apropiárselo. Eso fue lo que ocurrió cuando Haag (una especie de Roger Daltrey súper excitado) intentó, en la década del 90, llevarse de Campo del Cielo un enorme meteorito y terminó preso gracias a la fortuita intervención de un policía local. Aquella trama absurda terminó provocando el nacimiento de una legislación de protección patrimonial y seduciendo a Wolf tanto como para dedicarle un buen tramo de un film que, igual que su ópera prima, Yo no sé qué me han hecho tus ojos -codirigida con Lorena Muñoz- inicia el viaje con un destino que parece preciso y termina sorprendiendo llevándonos a más de un lugar nuevo. Una vez que abre esa virtual caja de Pandora, Wolf se entrega, se deja llevar y no descarta casi ninguna de las posibilidades que le ofrecen, incluyendo el rescate de una serie de materiales fílmicos originales y asombrosos que develan su pasión por el cine. Eso es, en definitiva, lo verdaderamente importante.
La originalidad es una cualidad que quizás esté sobrevalorada, pero la verdad es que resulta reconfortante encontrarse con una película sorprendente. Ese es uno de los atributos de El color que cayó del cielo, que nos sumerge en un mundo insospechado: el de los meteoritos, más precisamente los caídos en la frontera entre Chaco y Santiago del Estero, en una localidad llamada Campo del cielo. El documental empieza contando la historia de la búsqueda de un mítico meteorito gigante por parte de un militar español del siglo XVIII, y las leyendas que los mocovíes tejieron alrededor de esa piedra, el Mesón de Fierro. Cuando parece que la película tomará un tinte del estilo National Geographic, da un viraje y nos presenta a dos personajes increíbles que funcionarán como antagonistas. Uno es William Cassidy, profesor de la Universidad de Pittsburgh que en los ‘60 se instaló durante un tiempo en Campo del cielo para estudiar los meteoritos caídos en la zona. El otro es Robert Haag, un personaje que merece un documental propio: se trata de un cazameteoritos que amasó una fortuna a partir del tráfico de estas piedras, y que a principios de los ‘90 trató de robarse un gran meteorito de Campo del cielo. El color que cayó del cielo toma entonces un tinte policial, con el catedrático honesto y estimado por los lugareños contrapuesto a ese pillo soberbio, tan irritante como fascinante. Esta galería de personajes se completa con riquísimo material de archivo. Hay imágenes de las excavaciones de Cassidy, la reconstrucción de las andanzas de Haag, y fragmentos de esa rareza llamada La nación oculta en el meteorito, película del cineasta mocoví Juan Carlos Martínez. Todo suma para contagiar la fascinación por esas piedras venidas del más allá.
Un documental de Sergio Wolf que persigue leyendas ilusiones y especialmente a los locos por los meteoritos, por descubrirlos o venderlos. Desde Campo del cielo en Chaco a Pittsburg y Tucson en EEUU. Obsesiones y misterios
Meteoritos, entre lo sagrado y lo profano Hace mucho tiempo un meteorito causó un incendio tan grande en el monte, que los hombres debieron refugiarse en el agua. Tanto duró el incendio, y tanto debieron estar en el agua, que muchos se fueron transformando. Ese fue el origen de los yacarés y los carpinchos. Así lo cuenta la mitología mocoví, según recuerda en esta película el estudioso chaqueño Juan Carlos Martínez, que también muestra parte de su mediometraje "La nación oculta en el meteorito", sobre la influencia de las piedras celestes en su pueblo. Más adelante el científico William Cassidy, de la Universidad de Pittsburgh, evoca sus valiosas investigaciones en el Chaco y la Antártida, y rescata unos rollos en 16 mm. que tenía olvidados. Por último Robert Haag, rico coleccionista de Tucson,Arizona, alegre profanador y solicitado vendedor en ferias japonesas, relata su loca aventura juvenil, cuando logró levantar con una grúa un meteorito de 37 toneladas y cargarlo en un camión rumbo a algún barco, y exhibe un video de aquel día, que terminó con su detención en la comisaría de Charata. Esos son tres de los interesantes personajes que encontró Sergio Wolf en su nuevo documental, cuyo título remite al de H.P. Lovecraft, "El color que cayó del cielo". Sólo que el escritor imaginaba que algo malo se iba expandiendo a partir del agujero dejado por un bólido en su caída, y acá vemos gente que concentra su vida alrededor de esos misterios y siente algo bueno, cada cual a su manera. Vemos al hombre de ascendencia indígena, mirando lejos, de camisa a la vera del campo. Al viejo científico, todavía lúcido, recostado entre sus armarios de madera. Y al arriesgado coleccionista y comerciante, feliz en su amplia mansión con metegol incluido. Hay alguien más. El cabo primero Alberto Chaparro, que impidió el robo y rechazó la coima. El sigue en su puesto, y no tiene ningún video. Y, por supuesto, tampoco está en la foto que sus compañeros se sacaron junto al preso, no en la comisaría sino en el hotel con pileta donde Haag pasó sus días tras pagar la fianza. Haag, con su sonrisa a toda prueba, se roba ahora la película. Pero, al menos, su picardía hizo apurar la legislación que considera a los meteoritos como patrimonio provincial. Todo esto, y otras personas y cositas igualmente atractivas, nos presenta Sergio Wolf, ayudado en el guión por los veteranos Jorge Goldenberg y Alejandro Carrillo Penovi, que también hizo el montaje. Un trabajo realmente disfrutable.
En el documental de Sergio Wolf, la caída de un meteorito en la región conocida como Campo del cielo en Chaco resulta una especie de enigma inasible que a la vez funciona como un proyectil. El proyecto narrativo de El color que cayó del cielo se concibe desde el impacto hacia el futuro:más que orígenes y procedencias, lo que rige es el recorrido y sobre todo el destino de ese cuerpo celeste cuya historia comienza cuando cae en manos de los hombres. A partir de ese momento, Wolf persigue sólo –y en todo sentido– lo estrictamente terrenal; desde la búsqueda del meteorito en Campo del cielo, pasando por los hombres que desean apropiárselo, hasta la cotización de los diferentes ejemplares en el mercado. Por eso es que es una película de disputas, de negociaciones y también de preguntas constantes, no en cuanto a la naturaleza o el espacio sino más bien acerca de la ley, de la propiedad y del problema de adueñarse de algo que, como dicen los mismos personajes, sólo pertenece al lugar de donde vino. La trama, entonces, se teje a través de una superficie que incluye protagonistas por momentos caricaturescos y referencias al género policial o detectivesco, pero que a la vez no deja de mostrar –justamente por el ocultamiento– la presencia silenciosa y casi mágica del meteorito. Persiguiendo a los personajes, Wolf sale a buscar lugares, relatos, versiones y hasta precios. Pero esa aventura perimetral no llega a perderse sino que, al contrario, busca definir el estatuto de ese color que cayó del cielo y que ahora es un campo de fuerzas de deseo y de poder. Y es justamente eso lo que hace que la película sea, en sí misma, parte de esa red atravesada por la tensión que implica el tener que negociar, el encontrar un límite en el otro. Así, cuando se explica que el coleccionista Robert Haag no quiso ceder las imágenes del video en el que aparece registrado el cargamento en un camión del meteorito caído en Chaco, Wolf recolecta imágenes de otras filmaciones en las que se hace algo similar. El cine se vuelve parte del desafío, las imágenes negocian y se apropian de lo que desean mostrar. Hacia el final, la cámara vuelve al meteorito y se detiene en planos detalle de diferentes piezas, donde recorre sus matices y relieves brillantes. En cierto modo, ese registro es un nuevo intento por apropiarse de un enigma y entonces caer en el abismo de la sinécdoque, que nos acerca al espacio a través de esa única pieza, que nos deja soñar con eso que no conocemos y que también, y sobre todo aquí, lleva implícito un valor económico. Por eso es que El color que cayó del cielo es, antes o además de un documental sobre un meteorito caído en Chaco, una gran historia sobre la ambición y sobre el destino del hombre y de los objetos en la tierra.
Crítico de cine, ex director del Bafici y codirector de Yo no sé qué me han hecho tus ojos, Sergio Wolf realiza, como hiciera con Ada Falcón, otra poética incursión documentalista, en este caso sobre una lluvia de meteoritos caída en Chaco millones de años atrás que inspiró búsquedas científicas y codiciosas expediciones a lo largo de dos siglos. Con la pertinente alusión del título al relato de H.P. Lovecraft, Wolf busca en el mapa la localidad chaqueña Campo del Cielo, recoge leyendas mocovíes sobre los dioses y la furia del cosmos y las intercala con imágenes de un mediometraje dirigido por Juan Carlos Martínez, integrante de la comunidad mocoví; después se remonta al virreinato y la búsqueda del Mesón de Fierro, el lingote más grande jamás encontrado, para rematarla, ya en la historia reciente, con las investigaciones del catedrático William Cassidy durante los sesenta y las intrépidas incursiones de Robert Haag, comerciante de meteoritos. La polaridad de los norteamericanos Cassidy y Haag –el primero, un noble hombre de ciencia que supo ganarse la amistad de los aborígenes; el otro, un payasesco Indiana Jones– encuentra el dramatismo justo para reavivar, ficcionando lo real, la incandescencia del viejo mito.
La nueva película del colega crítico, ex director del BAFICI y co-director de la extraordinaria YO NO SÉ QUE ME HAN HECHO SUS OJOS se centra en una larga, curiosa e intrigante historia de los meteoritos que cayeron en Campo del Cielo (Chaco) hace miles de años y los hechos y personajes que generaron a lo largo de la historia. La película, casi, se divide en dos partes. La primera cuenta la historia de los meteoritos, su “impacto” en la cultura del lugar y la búsqueda del Mesón de Fierro –el más grande de todos ellos–, que permanece inhallable actualmente. De allí la historia pasa a centrarse en dos personajes que dedicaron años de su vida al tema: el científico e investigador William Cassidy y el “comerciante” de meteoritos Robert Haag. Ellos dos marcarán, temáticamente, el relato de allí en adelante con sus diferentes acercamientos al tema: el estudioso y académico versus el mercachifle explotador. el color que cayo del cieloAmbos son personajes fascinantes, miradas opuestas sobre un tema en una película que podría estar hablando tanto de meteoritos como de política o –en una lectura seguramente buscada por Wolf– del mismo cine. Sus desventuras, disputas y enfrentamientos (hay anécdotas increíbles como la del robo del meteorito que intentó Haag a principios de los ’90) están en el centro de un relato que habla de la obsesión, de la búsqueda y la investigación, temas que son comunes tanto a los personajes como al director, que pasó varios años en la realización de este proyecto. La fotografía de Fernando Lockett, otra vez, realza la belleza del lugar y de estos misteriosos objetos en un filme que transforma esa búsqueda en una aventura digna de una película de Werner Herzog. O, claro, de H.P. Lovecraft, a quien el título hace referencia y que es una influencia clara tanto en los personajes como en la película…
Sergio Wolf, periodista y teórico del cine, había demostrado ser capaz de crear un relato atrapante a través de un documental con la celebrada Yo no sé qué me han hecho tus ojos (Co-dirigida por Lorena Muñoz) sobre el mito alrededor de la figura de Ada Falcón. Luego, no volvió a ubicarse detrás de cámaras hasta este momento; y ratifica aquellas mismas inquietudes aunque en un plano totalmente distinto, la creación y desgrano de mitos. El color que cayó del cielo, presentada en la última edición del BAFICI, se basa en la leyenda que circula la zona de Campo del Cielo, Gancedo, Chaco; lugar de cráteres y por lo tanto meteoritos que atrajeron todo tipo de visitantes a lo largo de la historia, y eso es lo que aquí queda demostrado; que en un lugar mágico, pueden acontecerse todo tipo de sucesos. Como una cebolla que se va abriendo por capas, Wolf nos introduce en el centro de a poco, en un principio veremos la leyenda propia de la zona, un mito mocoví que nos habla de “lluvia de fuego”; para luego pasar de la mano del propio Wolf en off al devenir del monolito “Mesón de Fierro”, una figura hallada en el Siglo XVIII e inmediatamente desaparecida, lo cual despertó un abanico de teorías en manos de diferentes personas, es más hasta vemos al propio director dn una expedición actual en busca del objeto. Pero todo esto será una simple – y extensa – presentación para la contraposición de dos personajes que al aparecer en escena copan toda la atención, por lo menos del realizador. Ellos son William Cassidy y Robert Haag. Cassidy es un investigador y profesor universitario, reconocido en varios ámbitos, que ocasionalmente realizó una expedición a Campo del Cielo, y lo rememora de diferentes maneras, especialmente exhibiendo su archivo en diapositivas, y filmaciones de diferentes formatos (16 y 8 milímetros). También se mostrará al equipo chaqueño que ayudó a Cassidy en aquella oportunidad. Por su lado, Haag es un “coleccionista” de meteoritos, o mejor dicho un revendedor, o mejor dicho un chanta simpático, o no. Un hombre que lo que tiene para contar es que estuvo a punto de capturar el segundo mayor meteorito de la historia en Campo del Cielo, y aunque no lo logró se conformó con otra captura que significó una buena suma de dinero. A partir de ahí, todo dependerá de lo bien o mal que nos caigan estos personajes. A Cassidy se lo ve cansado, ¿aburrido?, él mismo reconoce que Campo del Cielo no fue su mayor proeza, que es reconocido por otras travesías. Recuerda los hechos con un dejo de nostalgia, y simpatía por aquellos chaqueños (simpatía que también demuestra cierta condescendencia de superioridad latente e ineludible). Haag sólo sabe hablar de dinero, muestra sus colecciones, o lo que el dinero le permitió comprar con la venta de ellas, y se ufana de las cosas que consiguió. Parece salido de esos programas de revendedores de memorabilia al mejor postor. Uno adivina que no conviene hacer negocios con él, no obstante, cae simpático, visto de lejos y sin analizarlo. Cassidy y Haag son ¿opuestos? Parece que sí, y más opuestos ambos a los chaqueños y lugareños entrevistados, quizás ahí, en esa contraposición esté el mayor hallazgo de este documental de Wolf que se toma su tiempo para presentarnos algo que no termina siendo del todo lo que en un primer momento parecía. Hay mito, hay leyenda, y hay intriga, como en Yo no sé… quizás lo que falte aquí sea el propio peso real de lo que se cuenta, eso que despierte el mayor interés más allá del cómo; punto este último en el que su realizador vuelve a demostrar mano firme para salir airoso de la circunstancia.
Un documental argentino. Pero un documental que es también una película de ciencia no ficción, aventura, comedia, y el relato del robo frustrado más grande del mundo, o algo así. El epicentro es Campo del cielo, esa localidad del noreste argentino preñada de meteoritos, y de las historias que giran a su alrededor, con especial hincapié en el trabajo de dos estadounidenses: un científico serio que intenta preservar tal patrimonio, y un cazador de meteoritos que hace inmensos negocios con esas rocas que provienen de lo más profundo del Cosmos. Sergio Wolf, crítico y docente pero, sobre todo, un tipo con mirada inteligente y sensible, logra construir una película que es a la vez aventura y comedia, y que transmite, al sesgo y con elegancia (además) un retrato social. Consejo: vaya con chicos -de diez para arriba, mejor- no solo para desintoxicarlos de tanto ruido, sino para que aprendan del universo, el mundo y -básicamente- del cine. Le van a decir gracias.
Chasing meteorite chasers all over the US Whatever happened to El Chaco, the second largest meteorite in the world weighing over 37 tons that landed on Earth some 4,000 years ago? What about El Mesón de Fierro, which weighs over 60 tons and is the largest meteorite in the world? These are some of the questions at the heart of El color que cayó del cielo (The Colour Falling From The Sky), the second documentary written, directed and produced by Sergio Wolf, a film critic, theoretician, professor and former director of the BAFICI, whose 2003 debut film co-directed with Lorena Muñoz, Yo no sé qué me han hecho tus ojos, a brilliant documentary of the famed tango singer Ada Falcón, was embraced by critics and general audiences alike. Though the questions that trigger Wolf’s feature have no conclusive answers, the investigation on such an unusual topic is conducted in so exhaustive a manner that a few minutes into the film you become aware of the fact that what really matters is taking the trip, and not arriving at the final destination. Call it a meteoritic road movie, if you will, and you’d be right. Beginning at Campo del Cielo, Chaco, Argentina, and then travelling to Pittsburgh and Tucson, US, Wolf goes after meteorite experts who provide some interesting angles on the whole affair. You soon realize there are so many unexpected revelations behind the existence of something as prosaic as a meteorite that you may feel like starting your own private research. As far as the testimonies go, on the one hand there’s Professor William Cassidy, whose approach is scientific. On the other hand, there’s Robert Haag, a millionaire “businessman” (more of a dealer, actually) known as “The Meteorite Man.” But it’s not only about scientific or commercial fare, as the importance of the myths and legends about meteorites is also taken into account quite seriously. One great finding at the very beginning of the film is a handful of scenes from La Nación Oculta en el Meteorito, a film about the Mocovi indigenous tribe shot by Juan Carlos Martínez, a Mocovi native himself. So what you get to see, as Wolf rightfully stated, is their story as seen by themselves, not by outsiders. With Wolf’s voice-over as a precise guide, some appealing stock footage from decades ago, a stunningly restrained yet most expressive cinematography by Fernando Lockett, El color que cayó del cielo largely succeeds at neatly interconnecting different angles and characters associated with the universe of meteorites, and in so doing a canvas of rich colours is drawn. Other filmmakers would have probably gone for an exclusively analytical, solemn approach that would supposedly do justice to science, statistics and figures. But Wolf knows better, and instead of focusing solely on the meteorites, he opts to mostly cover the ground trod by all those interested, fascinated and mesmerized by meteorites. El color que cayó del cielo is about those involved in the phenomenon, not so much about the object that causes it. It’s about very singular individuals that you would want to meet personally if you had the chance.
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La magnífica El color que cayó del cielo arranca con un fenómeno cósmico: en plena noche, un objeto luminoso cae del cielo. La secuencia reconstruye la posible perspectiva de los habitantes del noroeste del Chaco, unos 4.000 años atrás. Los mocovíes aún tienen memoria de ese relámpago cósmico que descendió a la Tierra. De ese pasaje inicial y mágico, lo que sigue irá abandonando el mito, no el asombro asociado a fenómenos que exceden la escala humana y a los que los mitos suelen aludir. Sergio Wolf aportará datos históricos de los primeros exploradores en la región. Lo que viene luego es apasionante: en una suerte de contrapunto simbólico, las investigaciones del científico de Pittsburg William Cassidy y las aventuras de un coleccionista (contrabandista) de Tucson, Robert Haag, se convierten en el centro del relato. Cassidy retoma su exploración en Campo del Cielo en la década de 1960. Con Wolf revisan cuadernos de viaje, fotos y películas en 16 mm. La fría racionalidad del científico no consigue acallar su circunspecta conmoción al recordar a los habitantes del lugar. Es un instante hermoso y delicado, una escena fugaz que denota el punto de vista amoroso. Haag debe ser el dealer (de meteoritos) más simpático del mundo. Delirante, felizmente obsceno, su espíritu de comerciante no eclipsa su costado aventurero. ¿A quién se le puede ocurrir pasar por la frontera del Chaco un meteorito gigante para sacarlo del país en barco desde Rosario? El color que cayó del cielo es una prueba de que la realidad supera a la ficción. Wolf convoca personajes extraordinarios y orquesta un relato sostenido en hechos que tuvieron lugar en un espacio específico. ¿Es posible concebir un documental de aventuras? Esta historia contada en 73 minutos es una demostración de eficacia narrativa al servicio de ilustrar lúdicamente un placer casi desterrado del cine de hoy: el de conocer.