Las pequeñas vueltas de la Historia
Al igual que con Leones por corderos, la intención del Robert Redford director con El conspirador es, claramente, volver a hacer una exploración sobre las decisiones políticas del sistema de poder estadounidense en relación a los ciudadanos que pueblan el país. Mientras en la primera había un abordaje actual y contemporáneo sobre la guerra de Irak y cómo eran los soldados los que tenían que pagar las consecuencias de las decisiones de los altos mandos políticos, en la segunda se opera la metáfora histórica, remitiendo a un momento trascendente y fundante de la democracia de Estados Unidos, pero conectándolo con el presente.
El conspirador se centra en el antes, durante y después del asesinato de Abraham Lincoln, en especial en el juicio a los responsables de la conspiración, todos partidarios de los confederados, justo en el contexto del final de la guerra entre el Norte y el Sur. La historia principal es la de Mary Surratt (Robin Wright), la única mujer acusada, quien supuestamente había albergado a los conspiradores en su casa con pleno conocimiento de lo que estaban planeando. La condena parecía cantada, y el único que se puso a su favor fue un senador de Maryland, Reverdy Johnson (Tom Wilkinson), quien le dio instrucciones a un discípulo, Frederick Aiken (James McAvoy), de que la defienda en el juicio.
Redford se adentra en el territorio del thriller, introduciendo al espectador en la cuestión del enigma sobre la culpabilidad o inocencia de la acusada, en combinación con elementos típicos del subgénero de juicios. Pero en verdad, lo que le importa es otra herramienta legal, que es la noción del due process, es decir, del proceso legal en regla y con garantías totales, con civiles juzgados por civiles, con la chance de presentación de pruebas y descargo por parte de la defensa. A Mary Surratt no se le garantizó nada de eso, pues fue juzgada por un tribunal militar, no se le dio tiempo a la defensa de preparar el caso y, principalmente, se percibió que la “noble” intención del Gobierno era aplicarle una condena rápida y ejemplar, para que el pueblo tuviera su culpable, no se preocupara demasiado por los detalles problemáticos del asunto, sanara rápido las heridas y siguiera adelante. La parábola con la actualidad es transparente: en la última década, post-11 de septiembre, se asignaron rápidamente culpas, no se investigó en profundidad, no se respetaron procesos legales y, en nombre del bien mayor, se terminó dañando aún más la institucionalidad.
Desde el inicio del relato, la virtud principal del film es, a la vez, su mayor defecto. La puesta en escena de Redford no acude a grandes manierismos y los discursos son mucho menos rimbombantes de lo esperado (más si tenemos en cuenta que en Leones por corderos los protagonistas se la pasaban hablando). De hecho, por momentos hace recordar al Clint Eastwood de Invictus o J. Edgar. Sin embargo, a la vez, esta discreción se impone como límite: el realizador es más dado al drama hecho y derecho que a la lectura de géneros, no puede brindarle un gran espesor a los personajes y le falta la potencia visual para arrastrar plenamente a la audiencia.
El conspirador es un film apenas correcto, otro típico ejemplo del cine de revisión hollywoodense con respecto a lo cíclica que puede ser la Historia. Una medianía que no suma pero tampoco resta.