Un contador que anda entre la calculadora y la ametralladora
Un contador de doble vida y doble turno. De día atiende un estudio de poca monta pero de noche se pone al servicio de los grandes lavadores de la mafia y sus orillas. Es un experto genial que tiene un toque adicional que más quisiera algún contador amigo: cuando las cosas se ponen espesas y el despojo entra groseramente en escena, deja la calculadora a un lado y se convierte en un asesino infalible, muy peleador y con gran puntería, un tipo que liquida impuestos y adversarios con igual solvencia.
La trama arranca bien, porque este tipo tiene un pasado borroso: chico autista abandonado por su madre y al servicio de un padre exigente y pasado de rosca que le enseña a pelear, una manera de poder hacerle frente con mejores chances un futuro que viene difícil. Y así lo vemos 18 años después de ese aprendizaje, a este señor de las finanzas de raras mañas. Estoico, insensible, ordenando, tranqui, parco. La historia se va complicando y empiezan las rarezas y las argumentaciones antojadizas. Una pena, porque ese punto de partida daba para más, incluso había aciertos visuales a hora de aportar datos.
Pero de a poco entra en una espiral de subtramas oscuras y violentas que en lugar de sumar, restan. El nene afligido y distinto deviene en un súper héroe invencible que termina siendo un sicario desinteresado. Es tan implacable que ni escucha los mensajes de ese corazón arrasado y solitario que pide un lugarcito que le hagan para esa muchacha que viene a sumar y no a restar. Pero al contador sólo lo conmueve –es un decir- los números y el riesgo. Así que después de aclarar todo, solito y serio, como siempre, se va con sus cifras y sus rollos para poder sacar de apuro a otro contribuyente en apuro.