Cómo derrumbar una buena idea
En uno de los flashbacks de la película un niño con problemas de autismo estalla en una crisis de nervios cuando se le pierde la única pieza que le faltaba para completar un rompecabezas que venía resolviendo con particular destreza. Parece una síntesis perfecta de un film que en principio presenta múltiples atractivos y luego se derrumba con subtramas absurdas, vueltas de tuerca arbitrarias y justificaciones psicológicas elementales.
Ben Affleck -cada vez más consolidado como estrella, pese a los cuestionamientos sobre su escasa expresividad- interpreta a Christian Wolf, un personaje decididamente contradictorio: de día es un asesor financiero para clientes de poca monta en una oficina gris; de noche, uno que trabaja al servicio de oscuras corporaciones y organizaciones non sanctas (como traficantes de armas y drogas) que se dedican al lavado de dinero. Y no sólo eso: este hombre aparentemente inofensivo que acarrea las limitaciones de sociabilidad propias del síndrome de Asperger es, en verdad, un implacable asesino a sueldo. Un genio con las matemáticas y con las balas. Cerebro y violencia.
La fachada de Christian funciona a la perfección hasta que aparecen en escena Dana Cummings (Anna Kendrick), una joven contadora que ha denunciado un fraude en la compañía de robótica que lidera el millonario John Lithgow y para la que ella trabaja; un jerarca del Tesoro a punto de retirarse (J.K. Simmons), una joven analista que investigará el caso (Cynthia Addai-Robinson) y otro infalible asesino (Jon Bernthal). No conviene adelantar nada más, pero la película se dispersa como un tronco con demasiadas ramas.
El principal problema de El contador no es Affleck (quien incluso se luce en un par de escenas) sino la idea rectora de mixturar películas de personajes con capacidades diferentes (Rain Man, En busca del destino, Una mente brillante) con explosivas resoluciones que nada tienen que envidiarle a las sagas de Jason Bourne o James Bond. El resultado de esta auténtica rareza, lamentablemente, está en su segunda mitad bastante más cerca del ridículo que de la genialidad.