Comedia inocua anclada en el costumbrismo
La secuencia de apertura de El dedo pasea la cámara sobre objetos de otra época, deteniéndose sobre algunas botellas de las más famosas bebidas cola. Es un aviso para el espectador, quien de inmediato se ve retrotraído décadas atrás, a comienzos de los años ’80. De todas formas, el almacén en el cual transcurre parte de la acción del film parece haberse detenido tiempo antes, concentrando en sus paredes la energía de varias décadas e incluso siglos, una de esas pulperías devenidas almacén en las cuales pueden rastrearse las capas de diversas eras en las rayas y cachaduras del mostrador. La precisión en el diseño de arte que la ópera prima de Sergio Teubal evidencia desde el minuto cero muestra más tarde su otra cara, cuando Florencio, el dueño del local interpretado por Fabián Vena, recibe un manojo de periódicos. Las páginas amarillentas demuestran que, en la obsesión por encontrar diarios originales de la época, nadie pensó que en pantalla se verían como ejemplares de los años ’60. Lo genuino se transforma, paradójicamente, en notoria falsedad.
Esa búsqueda con resultados opuestos puede hacerse extensiva a El dedo en su totalidad: en su empeño por lograr algo distinto, distanciarse del grotesco y el humor negro más tradicional, termina anclándose en las aguas del costumbrismo nacional. En algún punto, parece una película pergeñada durante aquellos años que intenta reflejar, los del fin de la dictadura y comienzos de la democracia alfonsinista. Rodada en Córdoba, basada en una novela del cordobés Alberto Assadourian y con varios actores porteños imitando la tonada cordobesa, la historia arranca con la descripción de usos y costumbres de un pueblito rural algo olvidado, al cual sólo llega semanalmente un micro con turistas transitorios.
Como en Villar del Río, el pueblo retratado en Bienvenido, Mr. Marshall, del español Luis García Berlanga, a Cerro Colorado también llegará una novedad llamada a revolucionar las vidas de los quinientos habitantes del lugar, en esta ocasión bajo la forma de las inminentes elecciones que prometen poner al pueblo por primera vez en el mapa. Los candidatos son dos; como corresponde, uno bueno y el otro malvado: el hermano de Florencio, Baldomero, hombre de pocas palabras pero de enorme pureza y honradez, y Don Hidalgo (Gabriel Goity), el único hacendado del lugar, lógicamente corrupto y ladino. Que Baldomero muera de una puntada a poco de iniciada la proyección no hace más que allanar el camino para el núcleo absurdo del relato, la competencia electoral entre Don Hidalgo y el dedo índice del difunto, amputado y conservado en un frasco por su hermano, un poco como souvenir y otro tanto como recordatorio de una venganza planificada hasta el detalle.
Con música intensiva de tonalidades folklóricas, que recuerda por momentos a los atiborrados compases de un film de Kusturica, El dedo se afinca cómodamente en el usufructo dramático (y cómico) del estereotipo, sin intenciones de ir más allá de la superficie, y el reparto en su totalidad –con una notable excepción– arrastra la maldición de la macchietta. El ejemplo más notorio es el de Don Hidalgo, que como malo de la película viste de negro y hace constantemente gestos de villano. Baldomero arrastra sus pies al caminar, con el evidente peso de sus hombros como símbolo, tal vez, de algo más pesado aún. No es culpa del reparto, más bien del guión y de una dirección de actores que insiste en el signo físico como único sostén de la construcción de empatía. Tal vez porque su personaje no está demasiado desarrollado, marcado desde el papel, el de Mariana Briski es el único personaje que se siente genuino y vital.
No resulta extraño que el realismo mágico asome la nariz en determinado momento, luego de que el dedo en cuestión comience a moverse por sí mismo, apareciendo y de-sapareciendo, dictando los designios de su pago desde el Más Allá. ¿Metáfora política sobre algún líder muerto aunque vivo en el espíritu del pueblo? Tal vez. Pero, como en un corto publicitario, la película no hace de ello más que una excusa para la comicidad inocua, bien lejos del universo de la sátira.