El dedo maneja un registro variopinto e inseguro en el que los mejores momentos son aquellos donde la película, absurdo mediante, se permite jugar más libremente con sus personajes y arrancarlos de los estereotipos a los que parecen estar pegados. Cuando Baldomero, en plena campaña para intendente, muere de manera misteriosa, su hermano jura venganza frente a su cuerpo sin vida y le corta un dedo; el dedo, ahora colocado en un frasquito con formol, habrá de dirigir la vida de los habitantes de Cerro Colorado y se convertirá en una especie de guía espiritual. Las lecturas que se hacen del dedo de acuerdo a la dirección en que apunta y la forma en que se toman decisiones después de consultarlo son lo más divertido de la película, cuando Sergio Teubal se anima a correrse de la estereotipia más rígida y la mezcla genérica y consigue que su relato respire un aire nuevo, que exhale una frescura que se traduce incluso en la construcción visual, por ejemplo, en el plano lejano del interior del almacén en el que se encuadra a los personajes y al jorobado Goyo, que se encuentra colgado de un arnés en el techo después de que el dedo señalara el instrumento como cura para su mal físico.
Fuera de las escenas en las que el absurdo se apodera definitivamente de la historia y la puesta, El dedo sufre de una falta de personalidad que es cada vez más frecuente en mucho cine argentino. No se sabe qué busca la película al realizar cambios de tonos tan bruscos: de la comedia costumbrista se pasa a la tragedia familiar, de un silencioso duelo a muerte a un señalamiento más o menos fuerte de la corrupción del gobierno local, de la burla para con los personajes a un retrato serio y con ribetes dramáticos, y de telón de fondo siempre está el documental aportando testimonios en clave paródica de los que serían los verdaderos habitantes en los que se basó la historia (aunque se trate de una adaptación del cuento de Alberto Assadourian). Ese constante deslizarse de un registro sin solución de continuidad y sin un objetivo claro hace que la propuesta de la película se diluya y que sea imposible formular de manera más o menos precisa su interés: reírse de los habitantes del pueblo, pintarlos como idealistas y valientes, contar una historia de amor y redención local, pergeñar un relato sobre la participación y la vida comunitaria, etc. Se habló bastante de la supuesta carga política de la película y de cómo referiría de manera evidente a la Historia argentina (Perón como líder carismático que dirige a las masas desde el exilio, el dedo como sus manos cortadas, y todo eso articulado con el contexto de las elecciones próximas en las que otro líder parece imponer su figura política desde un más allá –aunque la muerte de Néstor Kirchner ocurrió después de filmada la película, la fecha del estreno habilita a que se la lea de esa forma, como si se tratara de un plus de sentido que la coyuntura le regala a Toubal–), pero lo cierto es que esa referencia a la política nacional resulta plana, sin un volumen que la sostenga y le confiera un cuerpo propio: ¿cómo decir algo sobre política de manera tan abierta cuando no se sabe qué se está buscando, cuándo se recorren caminos en direcciones múltiples sin decidirse nunca por ninguno? La sensación que queda después de terminada la función es que El dedo es una película con muchas ideas y recursos pero con una visión del mundo fragmentada, débil, cuya fragilidad se percibe sobre todo en esa amalgama caótica de tonos y climas que, lejos de imprimirle ambigüedad al relato, lo torna indeciso, falto de coherencia, lo dota de todos los signos del pastiche posmoderno más endeble.