El largo dedo del costumbrismo
Con un tinte de cine añejo, esta comedia que se presenta como negra tiene poco de humor oscuro y ronda lo naif. Situada en la vuelta de la democracia, narra la historia de un candidato a intendente con un contrincante particular.
El realismo mágico no es un género que le ha dado muchas alegrías al cine nacional, y ciertamente no ha estado entre los favoritos del llamado Nuevo Cine Argentino. Está, sin embargo, entre las influencias que Teubal recoge, junto con cierto costumbrismo de pago chico, en su ópera prima.
La acción transcurre en un pequeño pueblo cordobés en 1983, previamente a la vuelta de la democracia al país, la cual tendrá su correlato en las elecciones que se anuncian por primera vez en el pueblo. En ese marco, el corrupto juez de paz (Gabriel Goity) pretende ser elegido. Su principal contrincante es el popular Baldomero (Martín Seefeld), admirado por los hombres y deseado por las mujeres. A poco de anunciados los comicios, Baldomero aparece asesinado y su hermano (Fabián Vena) jura venganza después de cortarle un dedo para ponerlo en un frasco en el mostrador de su almacén. Desde allí, el dedo empieza a mostrar signos de vitalidad, y la capacidad para señalar (literalmente también) el camino correcto a sus cada vez más numerosos seguidores, quienes terminan imponiendo su candidatura. El dedo se propone como una comedia negra (después de todo hay un cadáver y un miembro mutilado) pero su humor es menos oscuro y más bien naif, basado sobre todo en las salidas supuestamente insólitas de los habitantes del pueblo. Personajes estos que parecen responder al lugar común, algo condescendiente, de que la gente de pueblo es buena, inocente, atolondrada y simple, y donde nadie es realmente malo, ni siquiera el villano de turno.
Claro que también podría tratarse de una sátira política. Y razones no faltarían cuando la acción transcurre en esa época, hay unas elecciones de por medio y políticos corruptos en danza. Pero la verdad es que hay que tener ganas de tomarlo por ese lado, porque el retrato no es tampoco demasiado elaborado. Más allá de algunos paralelos con personajes o situaciones conocidos o cierto folklore electoral (besar niños u organizar asados), todo se reduce a la puja entre un caudillo malo (el juez) y un caudillo bueno (el dedo milagroso). Lo cual no parece apuntar a una crítica, sino que es presentado como algo simpático y pintoresco. Se trata de una comedia liviana, cuyos gags a veces son graciosos y a veces son ñoños, y donde los actores hacen un papel digno aun teniendo que vérselas con unos personajes estereotipados. Todo termina dando una sensación de cine argentino añejo, como de la década que se está mostrando, y eso llama la atención en un realizador debutante.