En general los largometrajes de Javier Torre, que cuentan con búsquedas temáticas y cierta capacidad narrativa, no han sido muy valorados, quizás por haber sido estigmatizado por su condición de hijo de Leopoldo Torre Nilsson y nieto de Leopoldo Torres Ríos, prestigiosos hombres de cine. Se trata de un cineasta desparejo, sí, pero también capaz de contar bien una historia, como demostró en Las tumbas, El camino de los sueños, El juguete rabioso y especialmente Un amor de Borges. En el caso de este nuevo film suyo logra un nivel aceptable, trasladando al cine precisamente una novela de su padre, acaso influenciado por su mujer escritora Beatriz Guido. Sea como fuere, se trata de una historia con costados interesantes y algunas falencias que Torre no pudo remontar, como la falta de un crescendo dramático en el protagonista, un jugador empedernido y patológico que hace honor al título. En cambio el rol de su mujer tiene otro aliento trágico y más alternativas. La trama transcurre en una Buenos Aires de la década del 50 que se transforma en un personaje más, dentro de una humilde pero acertada recreación de época y de tipos humanos. Adrián Navarro logra darle una convincente máscara a su perdedor, bien acompañado por la bella Romina Gaetani, el sólido Rafael Ferro y acertadas participaciones de Daniel Ritto y Elena Pérez Rueda.